miércoles, marzo 11, 2015

Tu barro suena a plata. El Santo revisitado

Una máscara. Una tapa que habla entre incienso. Un misterio inexistente, pues la incógnita se presenta como verdad palmaria, señera. El rostro no importa: no ha lugar a la duda sobre una persona, sobre el contorno epidérmico debajo del trapo plateado. Cara y tela se mimetizan en una sola expresión de firmeza y perennidad. Así, debajo de la máscara hay otra más, y abajo otra, y abajo otra. ¿Por qué importa tanto el talante cuando, sin el enigma del paño, sería uno más de los rostros anónimos que adoquinan el mapa de las lamentaciones cotidianas, el subtexto vivencial en el que se muere porque que no hay leyenda que mantenga la huella transcurrida? Todo semblante se desvanecerá como los de los sueños, el crimen perfecto de realidades que no fueron plateadísimas, argentas de sangre, corazón y lona. Y hay pocos así, de trascendencia férrea y fugitiva. Nadie recuerda el rostro de Rudy Guzmán; sin embargo, todos en México conocen la careta del Santo, el enmascarado de plata.
         A 31 años de su muerte, su hechura sigue vigente, más viva y actual que nunca. El Santo cristalizó una de las consignas sagradas de la lucha libre: la eterna rivalidad entre el Bien y el Mal. El encordado luchístico es el último reducto en el que ocurre esta dualidad elemental de la vida: la representación de la buenaventura como deber ser y la atomización de las fuerzas del mal por parte de rudos encarnizados y de un réferi que jamás será el abanderado de la justicia. Ahí el Santo era idolatrado, incluso en esos momentos de amnesia o problemas pasajeros de identidad que le hacían coquetear con el lado oscuro: siempre regresó al sendero de la bonhomía y ahí se mantuvo, con arte y presteza, sorteando todo tipo de desavenencias bizarras.


El punto relevante fue cuando tuvo que combatir a sus enemigos más allá del ring, cuando la ignominia venía de poderes siniestros que atentaban en contra de la humanidad. En esos momentos de zozobra aparecía el Santo conduciendo un descapotable a gran velocidad para llegar a enfrentarse a mujeres vampiro, zombies chilangos o momias de Guanajuato. ¿Qué ocurría en estas representaciones entre lo bueno y lo malo? El Santo, a diferencia de los superhéroes gringos, era de carne y hueso, podía ser lastimado, sufría como cualquier otro ser humano, pero se levantaba del perjuicio para salir victorioso de gestas destinadas, en principio, al naufragio. Por eso en la lucha libre nunca han sido famosos gladiadores llamados Batman, Robin o Linterna verde: ellos pertenecen a la ficción. El Santo, sin embargo, es real. Y sólo hay uno. Para muestra un botón: los superhéroes gringos salieron de la artificialidad de un cómic para luego tener presencia de carne y hueso; el Santo, en cambio, a partir de su lidia en el cuadrilátero y el cine, apareció en las historietas. El héroe de carne y hueso fue representado en la gráfica para darle mayor impacto, para que se conocieran sus hazañas, se supieran sus desafíos como ola expansiva. La culminación de esa sinergia entre el lector del cómic y su personaje querido es que el fin de semana esas proezas estarían en la arena en la función dominical, se podría pedirle autógrafo al ídolo amado y constatar, después de unas palmadas en la espalda sudada, que en realidad sí existía.
         Hay que hacer notar que el mismo nombre Santo le hace guiños a la divinidad, a esa aspiración mágica de la religión católica que busca el bienestar terrenal. Decía el gran cronista deportivo Ángel Fernández: “Lo peor de pedirle deseos a un santo es que te los cumpla”. Desde luego, porque para el devoto sería la constatación de la existencia de una deidad omnímoda, aunque para el escéptico seguiría siendo una coincidencia o un paso más del azaroso recorrido del destino. La gran virtud del Santo era que los deseos o peticiones se hacía más reales, más posibles, más vertiginosos. El ícono de la iglesia se trasladó al ícono de la cultura popular y su pináculo tuvo efectos más efectivos y verosímiles en la sociedad. La gente iba a la arena para ver ganar al Santo; sabía que, como persona de sangre y músculo, sería presa del dolor, pero también que al final su sufrimiento, como aquellos que fueron clavados a una cruz, tendría una razón de ser que crearía sentido beatífico en una comunidad y siempre, por sobre todas las cosas, arribaría a buen puerto.


         El 12 de septiembre de 1982, el Santo se retiró para siempre de los encordados. Sus compañeros en la lucha estrella en relevos atómicos fueron el Huracán Ramírez, el Solitario y su gran pareja de años atrás y a quien habían sacado del retiro para que luchara en el festejo, Gory Guerrero. Hace más de treinta años de ello y ninguno de estos luchadores vive hoy día. Sus rivales fueron Los Misioneros de la muerte (el Signo, el Texano y el Negro Navarro), jóvenes que subían como la espuma, y el célebre Can de Nochixtlán, don Pedro “el Perro” Aguayo. La lucha fue una masacre. Los Misioneros y el Perro, valiéndose de todas las tretas y amaños posibles, golpearon y vejaron a cuatro leyendas de la lucha mexicana y al final perdieron por descalificación en dos caídas seguidas. La sensación, sin embargo, de quienes vimos esa lucha fue de orfandad, un extraño ánimo que corría por la venas mexicanas como malestar solidario; nunca más el Santo subiría al ring a defender el honor y el emblema de las causas justas; no obstante había estado ahí, una vez más, con el misticismo de su tapa plateada para sufrir y triunfar ante sus últimos rivales en el pancracio. Dos años más tarde, el Santo el insigne enmascarado de plata, sufriría un infarto devastador y su corazón dejaría de latir. La gran hombrada, desde el Más allá y como voluntad celestial de un santo, fue que el corazón le salió del pecho y siguió latiendo y compartiendo sus venturas y aventuras en el territorio de lo fugitivo. Por eso el Santo vive. Por eso estamos aquí hablando de él, por una necesidad cultural y vivencial que nos hace mentar de nuevo su nombre. He aquí, entonces, uno de los sinónimos de la inmortalidad.
         En “Suave patria”, el gran poeta zacatecano Ramón López Velarde escribió:

Tu barro suena a plata, y en tu puño
su sonora miseria es alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos se vacía
el santo olor de la panadería.

La tapa plateada del Santo viene del barro de esta tierra, de sus calles como espejos y de la vida diaria, como el santo olor de la panadería. Por esas razones, por aquello de las llaves mal habidas, los lances inesperados de la brega cotidiana y la evoluciones malsanas desde la tercera cuerda, siempre habrá que pensar, como forma de salir al paso, en una De a caballo bien puesta. Por ello también, por las dudas de los misioneros de la muerte y otros oficiantes igual de pecaminosos, habría que decir hoy y para siempre que todos somos el Santo, ¡el enmascarado de plata!
  

Texto leído en el Ciclo El Santo, el enmascarado de plata, el 10 de marzo de 2015 en el Centro de creación literaria Xavier Villaurrutia de la ciudad de México.

CAS 

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