miércoles, julio 22, 2009

Nazareth

El hombre de calzón azul iba hacia adelante. El menor alcance de sus brazos lo obligaba a batirse en el terreno corto. El contrincante, más alto y con extermidades más largas, pretendía imponer el ritmo de la pelea pero el ímpetu y las agallas jalicienses de su rival se lo impedían. En uno de los primeros rounds, el hombre de calzón rojo, a sabiendas de que tenía el apoyo de su gente y sin perder la oportunidad, por segunda vez, de enfrentarse al hijo de una leyenda boxística, sacó bufonescamente su lengua bípeda y se la mostró con ojos abotagados al otro boxeador. Nadie vaticinaba que sería su última burla en un ring (la vida, se sabe, es la metáfora perfecta de un cuadrilátero de boxeo). El hombre de calzón rojo, rústico aprendiz de una familia de estetas, acudió al golpe por antonomasia patentado por su padre: el gancho al hígado. No funcionó. Fue así, como una pelea preliminar en Puerto Vallarta se convirtió en algo que con el tiempo se llamará El club de las cabezas danzantes. Los golpes venían de todas partes en combinaciones bastardas que hubieran aturdido a los grandes campeones del pugilismo: los volados terminaban en jabs misteriosos; los uppers se transformaban en golpes de conejo; los rectos inconcebiblemente se volvían ganchos al cuerpo. Fue al final del cuarto de los seis rounds cuando los semblantes entonaron la oda de agradecimiento a las musas de la arena. El hombre de calzón rojo conectó al de azul una, dos, tres veces; la testa se le iba para atrás como pupilo del Exorcista y regresaba mágicamente a su lugar. Otro golpe, ahora con la parte interna del guante, con lo que fuera porque, sabía, que una de las dos cabezas terminaría rodando por el ring. El referee detuvo la pelea: el hombre de calzón rojo había ganado por knockout técnico. Nunca, sin embargo, pudo derribar a su rival. El hombre de calzón azul fue llevado a su esquina para ser revisado; nadie sabía qué le pasaba. Lo único visible fue que se sentaba en una cuerda cada vez más abajo. Llegó a la lona. Jamás estaría otra vez de pie: tres días después moría de una derrame cerebral. Sus ojos, antes de cerrarse por última ocasión, los había postrado, como el Minotauro, en el rostro desfigurado de su redentor.

CAS

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