lunes, mayo 04, 2009

Botellas al mar

VI. Aujourd'hui on the rocks

Las últimas cinco novelas que he leído empiezan en la mesa de un bar. Mis amigos, seres básicamente inestables, dicen que no se trata de ninguna novela sino de mi vida cotidiana. No es así: por alguna razón mística, las mesas están, los beodos también y lo tragos van desde anís hasta ajenjo; además se habla de quinina, una de mis palabras favoritas y que es el principal ingrediente del agua quina; también, por extraña añadidura, del vodka y gin tonics. La quinina, como bien saben los ingleses y ahora deberían saberlo mejor por ese extraño virus que mutó en los cerdos para luego ir a los verdaderos cerdos, se usaba en el siglo XIX y principios del XX para prevenir enfermedades apocalípticas como el paludismo. Cuando, en 1783, a Johann Jacob Schweppe se le ocurrió poner anhídrido carbónico en el agua embotellada, y más adelante quinina al refresco de naranja, no sólo concibió el agua quina sino que inició la decadencia del imperio inglés en las colonias de ultramar. En sus ratos de ocio, los soldados al servicio de la corona británica decidieron mezclar ginebra con quina al son de "God save the queen", y ya no murieron de malaria o paludismo sino de congestiones alcohólicas. Los ingleses, más que los rusos o los polacos, son los mayores borrachos de la historia. En el siglo XIX inventaron un trago llamado grog -de ahí el término grogui-, que consiste en ron, azúcar, un poco de limón y agua hirviendo. Era el trago por excelencia de la estirpe decimonónica de distinguidos y facundos sirs como Walter Raleigh y Francis Drake (piratas mal habidos con licencia real). El único problema de los ingleses fue que nunca supieron beber alcoholes serios; cuando lo hicieron, siempre se emborracharon de manera epifánica para terminar de dos formas: lamiendo las banquetas de su cuadra o ahogados en las olas de su propio vómito. De ahí que sean sólo grandes bebedores de pints de cerveza tibia, y ya, como el gran maestro Paul Gascoigne, al que por lo menos deberían construirle una estatua. Mucho se rumora que por ebrios fueron acribillados por los zulús cuando pretendían apropiarse del sur de África. Las narraciones británicas de la guerra contra los zulús en 1879 son reveladoras. La estrategia zulú era llevar a cabo la llamada formación “cuerno de búfalo”: rodear el campamento rival y atemorizar psicológicamente a sus contrincantes con el sonido intermitente de los tambores cada vez más cerca de las filas enemigas. Después de un par de horas, los zulús masacraron a los británicos, en parte porque eran más, en parte por la ineptitud militar y arrogancia infinita del comandante inglés, Lord Chelmsford, y en parte porque los british habían tenido una ferviente velada de gin and tonics.

El primer punto y aparte tiene una razón sustancial de ser, o del ser, como se le quiera ver (al cabo sabemos que también es sustancia). He aquí, pues, mi primera confesión y mea culpa de la temporada: normalmente sólo leo a escritores ingleses que, sé de antemano, escribieron novelas que empiezan o terminan en la barra o mesa de un bar. Cuando el bar aparece a la mitad es un poco más complicado, pues tengo que fumarme novelas enteras para encontrar esos momentos de androginia perfecta representados por el sonido de un vaso que choca con una mesa de madera. Es una aventura similar a las películas de Stephen King, que uno ve simplemente para encontrar esa escena de cinco segundos que es, sin exaltar la nota, de una épica sublime. Shit happens. Como los últimos días han sido de guardar, no porque lo haya dicho uno de los presidentes más ineptos que se recuerden en la historia de un país en forma de cuerno, sino porque no se puede hacer nada, me he dedicado a la contemplación pírrica y a depurar un coctel en el que venía trabajando desde hacía tiempo. Segunda confidencia: he llegado a la perfección en el preparado de margaritas. Hoy día, en el que los tapabocas son la prenda ideal de la temporada primavera-verano y en el que el deporte nacional por antonomasia es deshojar la margarita, hay que estar al tiro y ponerse las pilas. No os diré la receta secreta porque me ha quedado sin neuronas (como es evidente) tratando de llegar al toque excelso, pero sí puedo anticipar un elemento nodal: la alberca. No hay vuelta de hoja (menos de márgaras): las margaritas se paladean mejor dentro de una piscina (desde luego que no vacía, como me acababa de sugerir un distinguido y rupestre camarada). Como algunos mexicanos se caracterizan por su hombría ("yo me tomo el tequila solo. Ése es un trago para viejas pendejas"), otros por su honorabilidad bolchevique ("ese coctel es una invención gringa para promover el imperalismo a través del alcohol suave; además sólo lo beben yanquis gordos con camisas de palmeras") o por su distinguida estulticia ("no mames, la güera me pidió que le preparara una margarita y yo jamás he bebido otra cosa que no sea Tecate"), habría que empezar a derruir algunos mitos y reivindicar otros. En principio: las margaritas no son mexicanas; fueron inventadas en Ciudad Juárez pero por un gringo. El lugar de la antes mencionada gesta se llama el Kentucky bar y está a escasos metros de la frontera con El Paso. Como suele suceder, los inventos siempre son mejores en otros lados y no en el lugar de origen (insignes son los casos de los chocolates en México o las pizzas en Italia); así, el único placer de degustar una margarita en el Kentucky es el de estar en el lugar primigenio de uno de los grandes cocteles de la historia. Y ya. El toque fino pasa, entonces, por la alberca y por la cantidad de hielo que se le ponga. Además de que hay que utilizar sal gruesa en su justo medio y servirlas en las copas adecuadas. En realidad mi trauma con las margaritas viene desde la vez que una gringuita en Carolina del Norte, al enterarse de que yo era mexicano, cruzó la sala de la fiesta donde estábamos y me entregó un mix de Margarita, un tequila de medio pelo y una licuadora. Acto seguido, con sonrisa de trombonista de la banda de la escuela, dijo: "Haz margaritas". Yo, sintiéndome miembro honorable de la casa Gryffindor, las hice sin varita mágica. Nada mal salieron, aunque era una mezcla de supermercado (de hecho acabo de darme cuenta que empiezo a repetirme en las aburridas historias que cuento. Esa anécdota la había contado aquí. Cuando se acaben las palabras, pues). De la contemplación pírrica no hablaré porque todavía no sé bien a bien qué quiero decir con eso.

El segundo y último punto y aparte tiene que ver con varios temas. Uno, con lo que una amiga me dijo hace algunas semanas: "Qué bueno que escribes así, en un parrafito. Así no da flojera leerte". Como éste es el tercer párrafo, tengo la certeza de que no le apetecerá fumarse este infumable texto (a quien haya llegado hasta acá también habrá que decirle que se aprovecha mejor el tiempo viendo Los Beverly de Peralvillo) y, por consiguiente, tengo la obligación moral de hablar mal de ella ahora que no se dará cuenta. Como no es mi intención hacer leña del árbol caído, sólo diré, a propósito del número de páginas que deben leerse, que la antes aludida muchacha sólo lee libros si no tienen más de 150 páginas. Se sabrá, entonces, con lo que se ha cultivado. Una vez le dije que se había perdido el Quijote y me dijo que sí lo había leído, que había comprado en el puesto de periódicos una versión de 40 fascículos. Antes este tipo de confidencias me hubiera causado un síncope fulminante pero ahora con la invención de la margarita perfecta sólo levanto mi copa y brindo por tiempos mejores. Así, sin más, esta botella al mar ha servido para una intensa reflexión inocua en la que los días de guardar se han ido rápidamente. De hecho han estado acompañados de tres conspicuos sucesos que me han alegrado las tardes en mi veranda: Real Madrid 2, Barça 6, Manny Pacquiao KO en dos a Ricky Hatton y Andrés Iniesta y su delirante gol en Stamford Bridge (la mejor definición de don Andrés está aquí). Ahora sólo queda regresar a dar las clases para reprobar a mis alumnos, esperar que el Cruz Azul contrate a un entrenador intrépido, seguir escribiendo parrafadas para evitar que la gente se entere cuando hablan mal de ella y orar por que a uno no lo vuelvan a calificar como un hombre "inteligente" o "interesante". Si se me quiere endilgar algún adjetivo, last but not least, el único que aceptaré en lo sucesivo será audaz. Tschüß.
CAS

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