jueves, marzo 26, 2009

Botellas al mar

IV. Circuito interior

Era una escalera interna de caracol. Entre la columna y la pared había muy poco espacio. Al subirla, blasfemé a la mitad: me había quedado atorado. Alguien me empujó de las nalgas y desde arriba me jalaron cuatro, cinco manos. Me destrabaron. Le pregunté al dueño si había otra manera de bajar. No. El departamento tenía dos niveles: en el primero estaba sólo la recámara; en el segundo, la estancia y un ventanal faraónico por el que se veía la ciudad y su encumbramiento. Dos horas antes, T había recibido una llamada. Es Clément, dijo. Tiene una fiesta cerca del Circuito. Me acordé de mis años mozos, ésos en los que los reventones salían debajo de cualquier piedra y llegábamos sin ser invitados para tomar el control del sitio. Un amigo conquistaba el estéreo; otro iniciaba el dancing; había uno que se hacía cargo del reven en la cocina. A mí siempre me tocó el asalto al bar. Nuestro lema, del cual dejábamos registro momentáneo en la ventana empañada, era "Salsa o muerte". Una vez adueñados del terreno, y habiendo instalado el cuartel general, empezaban los divertimentos. Nuestro juego favorito era quién se ligaba a la chava más guapa; si tenía novio, la emoción era doble. El problema era que el amigo con quien llevaba a cabo dicha gesta, tenía las prácticas por antonomasia del mal jugador: el miserable, después de agotar las estrategias acostumbradas y las chavas no cedían, lanzaba su última carta: se les hincaba y les decía que estaba dispuesto a ser su esclavo. Yo jamás me permití este tipo de prácticas desleales en un juego justo y por esa razón siempre perdí al son de dos contra uno (había algunas que lo pateaban cuando hacía eso y yo aprovechaba la oportunidad. Recuerdo a una peruana llamada Lucía. Sublime). ¿Vamos?, dijo T. Está bien.

En el trayecto T y M hicieron dos o tres llamadas mientras se metían mano por cualquier rendija de su ropaje. Adelante íbamos Z y yo, tranquilos, como debía ser; yo, por cierto, siempre consecuente con mi bien reconocida reputación de hombre íntegro. En ese momento me acordé de cuando Z me dijo "Vamos a dar vueltas al Ángel de la Independencia para que te haga una paja". Me negué. Ya en la fiesta, con la ciudad a los pies, el tecno estruendoso haciendo palpitar el ventanal como luna en el agua, la luz de neón de un espectacular de Samsung que me hizo sentir Atari y Harrison Ford, supe de esas llamadas entre jugos lascivos: M y T, la manera mexicana de decir MIT, le habían hablado al dealer. Tres horas antes también le habían hablado, los había despachado y todos quedaron contentos (como el nombre del antro que tendré que poner en algún momento: "Todos contentos y yo también"). Pero había una diferencia de matiz: no le habían llamado a ése sino a otro. En resumidas cuentas habían conectado al hijo. Ah. Sí, es también muy bueno. Además llega mucho más rápido que su papá. Es más, lo acabamos de invitar a la fiesta para que no nos haga falta nada. Ah.

Cada vez que le digo Morc que ya estamos viejos, se me queda viendo fulminantemente y dice No mames, siempre dices lo mismo. Es cierto. Pero lo estoy. No sólo no entré por una escalera de caracol (no soy lo que se podría decir obeso-obeso sino bajo de tórax) y tenía diez años más que cualquiera de los convidados sino que además sus prácticas nocturnas distaban mucho de las nuestras: ahora se invitaba a los dealers a las fiestas para no tener ningún desaguisado, erizado o lo que fuera. Lo demás fue lo común de todos los reventones: se fue el agua y una mujer con diarrea tuvo a bien florear el escusado; el dueño, algo así como Frank Poncharello joven, tenía resuelta la situación: en la bañera había 15 garrafones de agua La Purísima perfectamente formados; intenté hacerla de DJ pero la mezcladora había sido copada por los amigos del dealer (ninguno mayor de veinte años y, eso sí, todos con pistola); aventuré una idea sobre el suicidio que fue generalizadamente rechazada (un quinto piso y balcón, qué más); estoicamente quise salvar a Z porque había por lo menos cinco desarrapados queriéndosela ligar y una española que fue a por ella desde que llegamos y le metió mano dos o tres veces; M me preguntó en el baño si había tenido tríos (M, que es chef y aspira a cocinar una placenta); el trago se acabó y recordé que había una Caribe Cooler en mi chamarra. Salud y ya sin trago y el oxo enfrente. ¿Quieres más chelas?, dijo M. Oui y mientras tanto pues el Antillano con agua (pinches chamacos, cómo beben esto). Pas mal, pas mal. Y Z y un nuevo alfabeto: "¿Ya nos vamos?". Esperá 15 minutos. Volvete a dormir. YZ "ya pasó una hora". "Me voy". Y yo a por ella ("¡Empújenme para poder bajar"!). Siempre haces lo mismo. Mais oui. Perdón, será la última vez. Y el sol a plomo de las diez de la mañana y la música arriba (tengo que tomar ese estéreo. Chet. Pero no tengo ipod. Chet, chet). Me voy. Esperá, no llores. Cómo me dices eso si estás igual. Z, don´t go; Z... Le hablé a M para que me abriera y ayudara a pasar por la escalera. Ya en el balcón, los coches se perdían debajo del puente; iban y venían con la certeza de las línas rectas. Benditos balcones. Benditas verandas. Circuito interior de los cuerpos inermes; lo canales espurios por donde se dice que transita la vida. Era el ciruito interior, botella al mar hasta que se mezcló con plancton insano. Ábrete vena. Vámonos, cabrones, maestro Burroughs. Pero no hay salida. Circuito interioricemos.

CAS

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