jueves, septiembre 06, 2007

Murió Pava

Desde la muerte de Octavio Paz no sentía tan fuerte un deceso ajeno. El tenor más grande, pues.

CAS

martes, septiembre 04, 2007

12 horas de exilio en las rocas
(y en el agua)

Se dice que, un día, el gran Vincent van Gogh, después de pasar una tarde bebiendo ajenjo con Gauguin, su amigo y compañero de casa, se cortó el lóbulo de la oreja izquierda; acto seguido lo puso en un sobre y se lo dio a una amiga prostituta. La historia cuenta que le dijo: "Guarda este objeto cuidadosamente". La amiga, sobresaltada por la procacidad, llamó a la policía y Van Gogh fue puesto tras la rejas. La oreja fue conservada en alcohol como evidencia de la fechoría. Se dice también que Van Gogh había amenazado antes a Gauguin con la navaja utilizada para la mutilación. Algunos años atrás, en 1873, Paul Verlaine, borracho y en un ataque de histeria, le disparó en la muñeca a su examante, Arthur Rimbaud. Rimbaud salió corriendo a la calle y se refugió en un policía. Verlaine, que lo había seguido a punta de balazos, fue arrestado. Estuvo en una cárcel de Bruselas, sin beber, durante un año. Dylan Thomas y Malcolm Lowry, sin balacear a alguien o cortarse algún miembro querido, pero sí visitando las cárceles, simplemente murieron de sendas congestiones alcohólicas. Hart Crane, por su parte, por no haber sido correspondido por un marinero a bordo del buque Orizaba, y con más alcohol en la sangre que sentido común, decidió lanzarse por la borda en el Golfo de México. Como estos cándidos episodios, tomados así, como mero capricho azaroso, hay millones más sobre del trago y sus secuelas; la embriaguez y sus rutas insondables; el alcohol y sus exilios inescrutables.

¿Cómo se llega, como los antes mencionados bergantes, al exilio alcohólico? O más aun: ¿qué existe en esos senderos inconfesables donde ya no se hace pie y lo único que resta para la salvación, para la vuelta a casa, es el arrastre de lengua? Si alguna de estas preguntas puede ser contestada, pues no hay forma de radiografiar a plenitud la nebulosidad, será como una aproximación al estado in crescendo de la borrachera; como una suerte de sensación omnímoda cuyo único propósito al beber una cerveza sea estrictamente terminarla para pasar a la otra; como la narración, lujuriosa y bienandante, de lo que sucede en el juego de las rocas y el agua. Las consecuencias por beber alcohol son de las pocas certidumbres en el mundo sensible; la única manera de alcanzar esa fase es padeciéndola, pensando que la batalla no se tiene ganada ni perdida de antemano. Embriagarse es transformarse en Jacob y su lucha con el ángel para ser heridos; es haberle visto la cara a Dios y sobrevivir. Llamadme Israel.

El exilio alcohólico no es voluntario: es, más bien, el único camino posible aunque se desconozca el destino. Tampoco existe la certeza de un retorno natural. La delgada línea sobre la que se transita es lo suficientemente benévola como para permitir un regreso consciente. De ahí que se ande sobre ella en bicicleta, con una jabalina entre las manos para figurar el equilibrio. ¿Pero cuál equilibrio si tres botellas de whisky hacen trazar eses invisibles sobre el pavimento? Nadie recupera la ondulación de las eses; nadie camina de nuevo por la ruta explorada por un gran bebedor, por ese héroe expresionista cuyo mayor anhelo es un poste de luz. ¡Mi reino por que el suelo deje de moverse! No navegaré más por esta ría (nadie, sin embargo, bebe dos veces la misma agua). Ahí mismo, en ese estado al cual todavía no se llega, suelen venir reflujos incontenibles que dominan los esófagos; regurgitaciones bien puestas que hacen del poste, de la calle, de las eses, un fresco de época. Una instalación como la que hay ahora mismo en mi comedor. Sugiero una humilde estampa: Objetos inmorales ocupan la mesa. En su mayoría son botellas vacías (también hay restos de algo que alguna vez fue un vaso: mi amigo Fuc se encargó de comprobar la ley de la conservación de la materia haciéndolo añicos); sinceramente, le dan un toque místico al arreglo. Los ceniceros están llenos de colillas: podría aventurar que se acabaron cerca de cien cigarros. Dos vasos de vodka tonic a la mitad adornan una de las esquinas de la mesa; en uno, la cáscara de limón flota en la superficie al lado de una colilla. Es, sin embargo, una composición armoniosa. Vodkacigarretonic. Además hay mitades exprimidas de limón que desprestigiarían al más voluntarioso bodegón (valga la tautología). The remains of the night, my friends. La sucesión caótica de recipientes para hielo hace pensar que fueron otros los convidados a beber ese día, visigodos acaso. Ahora, a la distancia, es este cuadro la única evidencia de que acaso existimos alguna vez y no fue Dionisos el único testigo de nuestra suerte. Mi casa lleva así casi una semana y creo que la dejaré tal cual unos días más: no siempre tengo una instalación artística de alta escuela en mi comedor.

De esos viajes no se regresa jamás. Trago dado ni Dios lo quita. Pero hay que empezar por el principio, por la bebida iniciática, ésa que se ingiere antes del mediodía (y aquí lo aconsejable es esconder cualquier loción que esté al alcance, sobre todo las dulces). Electrolitos son lo que se exige por la mañanas para equilibrar la sangre; cerveza con limón y salsas hasta compensar la falta de sales, sopesar el cuerpo deshidratado; en suma, iniciar el proceso de desintoxicación. (Abro aquí un paréntesis para hablar de una infusión de tránsito que puede formar o no parte de la ruta: el pulque. De origen magueyero, el pulque debe beberse como agua y se sugiere llevarlo en caminatas por el monte. El primer trago de esta viscosa bebida siempre es un poco complicado pero, una vez que uno se acostumbra a su densidad espermatozoideana y a su terso y lento descenso por barba y bigote, los vasos entran en caída libre sin reflujo ni gorgoteo. Después de tres pulques adentro, uno ha engullido una comida corrida de la fonda de la esquina, pues es el equivalente a cuatro bisteces. El efecto de esta bebida suele ser afrodisiaco y, como se diría vulgarmente, aligera los cascos. Quizás el único brebaje que logre una sensación similar sea el mezcal. A la entrada de toda pulquería siempre habrá un personaje vendiendo objetos misteriosos al son de "¡A ver, jóvenes, qué les doy además de lástima!").

El puerto empieza a perderse de vista y el regreso podrá ser hasta dentro de veinte años, por más que hablemos de un sólo día (a Escila y Caribdis no se les vence en una jornada). El exilio alcohólico, insistiré para despejar las dudas, no es voluntario; por más que uno haya elegido la nave y la botella, los rumbos siempre serán fortuitos y las causas del abordaje inexplicables. Por eso es necesario hablar ahora de la isla al mediodía y del pomo vacío de tequila que deberá lanzarse desde ahí. Porque, se sabe, lanzar botellas llenas al mar no sólo es una tontería porque se hunden sino que (perdón por el oxímoron tan de mal gusto), a secas, es inmoral. El primer tequila se bebe de un trago y su consecuencia es un destierro abominable (de nuevo un oxímoron, doble ahora porque recordemos que seguimos en la isla al mediodía y no hemos regresado al agua, bueno, nada más al tequila, pero seguimos en tierra firme). Los tragos posteriores son para ir a galope firme en nobles corceles. En los caballitos de tequila no hay marcha atrás, ni siquiera una ínfima e insignificante mirada para amainar la nostalgia. Babieca y Rocinante en el derby del ostracismo El exilio tequilero es la búsqueda tenaz de horizontes. La isla al mediodía se abandona y el mareo por las olas removidas, por el agua ardiente del sol a plomo, se incrementa. A lo lejos, en la isla, unas vacas observan su sino eterno.

Entre la una y las tres, las cartas de navegación indican una ruta perfumada. Doblar a babor (a la izquierda, siempre a la izquierda) e iniciar el tránsito suave: la ginebra, la hora de los martinis secos (sin agitar). La temperatura aumenta y las comisuras se vuelven reflexivas; catan si es el momento de iniciar la fuga final, el confinamiento último a otras profundidades. La forma de tomar ahora es lenta y se levantan las cejas obscenamente (intuyen la expatriación); es aristócrata aunque el ceño ya sea piramidal; es implacable y las ranuras de la frente, parcas e inefables, perciben un destino indómito. Echemos el ancla para hacer de la carraca una barra interminable: el bar fugitivo para los que busquen refugio en el destierro. Que vengan el bourbon, el scotch (pero sostened los doce años, goddamn, doce horas al menos); que el ron sea el artilugio perfecto para negociar con los corsarios que vienen a por nosotros y la charanda la panoplia adecuada para dominar a los bellacos que planean el motín a bordo. Vodka para los vikingos malsanos y calvados para los mariscales de la alicaída armada francesa. Repartan sake, cachaça y ouzo entre los recién llegados. Háganlo, pero no toquen los toneles de mezcal ni de ajenjo: esas botellas son para beberse entre la gente seria.

Prolegómenos a una teoría para beber el mezcal

El mezcal se toma entre dos dedos y se vierte en la garganta como quien ingiriere la eternidad. Después se sabrá que la infinitud es vacua y el shot es sólo un instante perpetuo (aunque ahora, después de haber bebido gran parte del día, el intestino delgado y la vena porta son mangueras ideales para dotar de aguardiente a una multitud sedienta. Pero seamos respetuosos...). No obstante, el mezcal, a pesar de sus detractores, no es un trago que orille al exilio; es, más bien y en línea directa con su gusano de maguey que siempre busca tierra firme, una bebida de cabotaje. Con el mezcal siempre se regresa a tierra y se vuelve al mar: su característica particular es que cuando se está a punto de perder de vista la costa se regresa a ella (aunque la vista se pierda). El problema, y es acaso por lo que algunos estudiosos la han llamado una bebida propia del exilio, viene de que "tierra a la vista" es mero espejismo de los tripulantes. La navegación de cabotaje se transforma en ilusión: el crimen perfecto. Beber mezcal es estar a la deriva, en el exilio permanente donde la búsqueda por el camino de vuelta será siempre infructuosa. Beber mezcal es sentirse perro, un dog, un god malnacido al que lanzarán a una barranca desde la barraca. La barra se deshace de su ca. Beber mezcal para sentirse, a la vez, bala invisible de cañón y hada transparente suspendida en el aire.

Consideraciones sobre la repatriación en una botella de absinth

En la fée verte (el hada verde) hay anís, hisopo, toronjil, cálamo aromático, así como cilantro, manzanilla, perejil e incluso espinaca. Hipócrates, por ejemplo, la recomendaba para el reumatismo. Pitágoras sugería tomarla con vino para resolver problemas hepáticos. En la literatura, la palabra aparece en un pasaje de la Biblia (Proverbios: 5,4); también Hamlet dice dos veces la palabra wormwood (ajenjo) a la mitad de la representación del Asesinato de Gonzago en la tragedia shakespeareana. Manet, Maignan, Degas y Picasso pintaron botellas de ajenjo; Oscar Wilde escribió: "The first stage is like ordinary drinking, the second when you begin to see monstrous and cruel things, but if you can persevere you will enter in upon the third stage where you see things that you want to see, wonderful curious things". Si se piensa que ninguno de estos expatriados regresó sobriamente a su tierra (salvo a esa donde ya fueron alimento de los gusanos de maguey), la navegación en botellas de ajenjo no es conveniente. El absinth adormece las lenguas cautas y desanida las pasiones de los cíclopes marinos: primero es ver con un ojo; después con ninguno. El paladeo del hada verde hace seguirla, como canto de sirena, para llegar a Naxos, saludar a Ariadna y acuchillar al traidor Teseo; hace producir Polonios en serie y asesinar el bosque que se mueve; pero no es el bosque aunque sea verde; sigue siendo el agua y sus bondades, la navegación circular de los ochenta grados a estribor de alcohol: el follaje inalcanzable del horizonte. Sé verde, soy verde, verde que te quiero verde, merde que te quiero merde, y es ya la tierra en el agua. El hada suelta al monstruo en su laguna verde.

El retorno es incierto. La nebulosidad cierra los caminos posibles. La sangre es un líquido explosivo: un pequeño cerillo incendiaría sus arterias. Los pasos van de pared a pared y el aire del amanecer adormece más las piernas magulladas. Pero en este sendero puedo cagar, dormir. Creo que de aquí soy. Que se hunda el barco. Soy un náufrago irredento, un exiliado indisoluble.

CAS

Texto publicado en el número 48 de la revista Luvina.