jueves, enero 26, 2006

Sólo Dios sabe

Encontré en mi clóset un brasier negro. Le dije a mi mujer que lo había olvidado en mi casa. "Yo no dejé ningún brasier, mucho menos negro". El misterio se intensificó, pues la fidelidad es la única virtud que he alcanzado a mis 33. ¿Cómo habría llegado? Ella, extrañamente, no buscó el cuchillo para cortarme el cuello o sacó la vajilla barata para vaciármela en el parietal. No. Ella, por el contrario a cualquier reacción violenta que yo, aunque inocente de los cargos imputables, habría sufragado, sólo dijo "tíralo a la basura". Y ahí fue a dar, entonces, ese brasier negro y la culpa ajena.

CAS

lunes, enero 02, 2006

Diario de Carolina III

Cuando un mexicano está en el extranjero es natural que le hagan referencias convencionales acerca de su país. Una vez Epigmenio Ibarra, durante la guerra de los balcanes, se salvó de que las tropas serbias lo pasaran por las armas cuando el sargento en turno vio su pasaporte. "¿Mexicano? ¡Hugo Sanchez!", dijo sin más, y abrazó eufórico al reportero mexicano. Conmigo la referencias a mi país no han sido tan gloriosas o, para decirlo más claramente, entusiastas. Hace un par de noches, en una fiesta donde los convidados sumaban mas de diez nacionalidades, la anfitriona me dijo "A ver Carlos, aquí están los ingredientes: haz margaritas". Sobra decir que nadie me había informado que debía embriagar a la gente, entre otras motivos porque 1) el tequila que yo había llevado era para tomarse solo y 2) nunca había preparado una margarita. Pero era obvio que mis razones no importarían en ese momento, así que puse cara de yes, metí la mezcla gringa de margarita recién comprada en un Food Lion en la blender (aparato adquirido ex profeso para la ocasión) y un tequila regular mexicano, comprado también ex profeso en caso de que se me presentaran situaciones como éstas. Las margaritas fueron un éxito, esto es, la banda se había emborrachado con dos tragos, todos dijeron que estaban excelentes (aunque creo que a la eslovena a la que me quería ligar le faltó una más para que me dijera que yes y abandonara a su novio holandés, que había vivido en Australia y hablaba con pedante suficiencia sobre los aborígenes australianos) y, a la postre, me hermané con uno que otro convidado, como Prakash, ese viejo lobo de India que afirmaba que si, de él dependiera, le regalaba Cachemira a los pakistaníes y que me abrazó diez minutos seguidos cuando le dije que habia leído con mucho cuidado a Rabindranath Tagore (intenté explicarle que teníamos una primera dama que pensaba que Tagore, además de mujer, era rabina pero no lo entendió bien a bien). Ya al final, no sé como (el efecto de las margaritas me había alcanzado), entendí un poco más acerca de Carolina del Norte y su esencia, un lugar en donde para sobrevivir sólo hay que hablar con personas marginales. Por eso cuando me despedía, y sin que hubiera más razón que mi arduo y largo deseo de ser fiel a la verdad, confesé: "Las margaritas son gringas".

CAS