miércoles, mayo 03, 2006

El mito del hablador y las visitadoras

Decir "verbo mata cara" es un lugar común, uno de tantos mitos urbanos que adoquinan la esencia de sociedades en decadencia. Dicho con todas sus letras: es un recurso barato de los feos para justificar su monstruosidad y pavonearse socialmente con la bandera del gran orador. "Denme un balcón y yo recupero la presidencia", decía el exmandatario ecuatoriano Velasco Ibarra. Recuperaba la presidencia pero no necesariamente a su mujer. La persuasión del discurso tiene límites, fecha de caducidad. Su potencia se atomiza cuando la palabra cuelga de una aureola inexistente. La elocuencia, por esa causa, se va por la ramas (ramas secas) y provoca hilaridad por sus falencias. El disertante, entonces, pescado por su propio anzuelo, modula su voz por la penetración del garfio en la garganta y se convierte en el "perfecto hablador".

Enunciar esa típica frase haría pensar, así mismo, que las mujeres no son tontas y cuando se fijan en un hombre lo hacen viendo la espiritualidad de su interior, aunque sea un close up del colon. Así, suelen decir a menudo "No es nada superficial" o "Es un hombre interesante", en abierta intención de enarbolar la vieja cursilería de Pascal de "El corazón tiene razones que la razón no entiende". Pero también sostener esta vacilada puede, desde otra perspectiva, iluminar un aspecto normalmente imperceptible para la sociedad mexicana: su carga misógina. "Verbo mata cara" es una manifestación machista. Mirad: cuando se alude al dicho nunca se piensa en una mujer, es decir, se piensa en la mujer pero como el objeto de deseo, no como el sujeto activo de la seducción. Dicho de otro modo: es difícil concebir que una mujer fea pueda conquistar a un metrosexual de pasarela a través de las palabras. Esto por dos razones: 1) los metrosexuales son tarados y caminan para adelante porque para allá tienen los ojos y 2) los hombres sólo andan con mujeres feas porque ya no les queda otra y no porque así lo hayan deseado en principio. Jamás será porque ellas hagan una radiografía posmoderna de La crítica de la razón pura o por decir bajezas lascivas al oído. Estamos ante el mito del hablador y sus visitadoras.

De esta forma, no sólo aparece en el horizonte una fábula genial (quien hable bien tiene el salvoconducto perfecto para la alcoba de la mujer seducida) sino también la reproducción de otra forma de discriminación genérica (me viene a la mente un caso similar: cuando un hombre anda con una mujer veinte años menor, se le respeta y se le da su correspondiente acatempazo; cuando una mujer hace lo mismo, se dice "Pobre chamaco, esa vieja loca se está aprovechando de él"). No obstante, más allá de este efímero consuelo, se pueden sugerir otro tipo de motivos por las que las mujeres los prefieren feos. Me refiero a uno en particular, siniestro y foucaultiano, el tema del poder (aunque otro poder bien podría ser, como diría mi siempre fino y documentado amigo Gerardo de la Cruz, el poder de la verga).

La lógica urbana construye el siguiente razonamiento: varo mata cara; verbo mata varo; el bailarín se la mata al verbo; y, por último, el tamaño es un asesino serial que elimina en cuestión de segundos a todos los anteriores. Se trata de un silogismo casi indiscutible si se lo mira con naturalidad. Ahora bien, tengo la impresión de que aun aceptando estas condiciones, hay un factor epistémico que derrumba las tesis anteriores: que el hombre feo, como ese góber cuya mayor ironía es haber nacido precioso, tenga poder, aunque sea podercillo, como el de Felipillo. La circunstancia del hombre con poder, en cualquier ámbito, aventaja a las otras; es más: ni siquiera lidia con ellas. Por ejemplo, ¿quién en su sano juicio puede pensar que la señora Marta se casó con Vicente (ese viejo zorro borguesiano) porque se enamoró de él? Sólo José María Aznar, insigne testigo de boda que también le hace honor a su apellido. O Diego Rivera, desvirgador de alcurnia, ¿habría sido el legendario amante sin su presencia, impacto e influencia en los círculos artísticos, intelectuales y políticos de su época? En otro contexto, algún biólogo despistado habría sugerido, sin dudarlo, que su media naranja estaba en la familia de los batracios.

Pero vayamos adelante, y me excuso de antemano por las referencias personales, pero servirán para ejemplificar mi teoría: una vez una exnovia me dejó por un individuo que sirvió de modelo para una canción del maestro Rockdrigo (aquí dos nuevas excusas: 1] no es que me considere un majo pero los contrastes siempre tienen sus ventajas y 2] sé que a veces es de mal gusto aludir al físico de las personas, pero como éste es un texto sobre feos no hay manera de solventar el exabrupto; además siguen siendo feos). Su forma de conquistarla fue sencilla: el rufián ubicó perfectamente los detalle románticos que yo no practicaba, o me negaba a hacer, y empezó a llenar los vacíos existentes (all of them), entre otros, mandarle mensajes al celular con leyendas propias de paje insatisfecho, como "te extraño demasiado mi princesa diamantina". Independientemente de saber que nada más por dejarse seducir por esta frases tenía yo razones radicales para terminarla, me pareció indignante rivalizar, sobre todo a esas alturas, con alguien de una taxonomía zoológica dudosa (un amigo que lo conoció lo apodó "Excrecencias"). Lo curioso fue que, al principio del cortejo, ella me enseñaba los mensajes de texto que, su ahora novio, le enviaba cada diez minutos. Ambos nos reíamos de las cursilerías que se podían decir en una pantallita de teléfono. Ella cínicamente me mencionaba cosas como "Mi maestro cree que voy a andar con él", porque, hay que decirlo, era su maestro. De hecho, yo también lo fui, pero ese es otro tema. Por lo demás, el resto es historia: tanto fue al cántaro al agua que, en efecto, me dejó por él. Pero avancemos en la argumentación.

Usted, ínclito lector, podrá imaginar que, como diría el excanciller Castañeda, estoy ardido y aprovecho el espacio que me da blogger para disertar chabacanamente sobre un tema serio. En efecto: puedo estarlo, aunque no me estoy aprovechando del espacio (como nota a pie aunque sea entre paréntesis diré que la ardidez se quita; lo feo, ¡jamás!). Mi tesis al respecto, sin embargo, pasa por un planteamiento más escrupuloso. Si bien puede pensarse que el antes aludido bergante hizo su luchita con un lenguaje florido expuesto en un móvil, y si bien ella tuvo casi toda la culpa por dejarse cortejar como si fuera bella durmiente, sostengo que haberse ido con él no obedeció a su hipotética labia sino a su estatus social y laboral. Más de una vez escuché decirle "Me invitó [aquí evito su nombre, no por eludir hacerle mala fama sino para no manchar de excrecencias este honorable espacio] a una exposición en la que estará Fox y a otra que inaugurará Encinas" o "Es amiguísimo de no sé qué pintor" o "Normalmente se mueve con puros dealears de arte". Más allá de que yo sea un humilde escritor a quien la inopia alcanzará cuando usted termine de leer este texto, era claro que no me enfrentaría a algo así. No se trataba, por tanto, ni de varo, ni cara, ni de si bailara bien, mucho menos de elocuencia (aquí desconozco el tema del tamaño pero me justifico diciendo que Ron Jeremy sigue soltero) sino de un interés profesional mucho más significativo, que él le daba y yo no. En todo caso, entiendo que a una estudiante de veinte años le haya interesado mucho más el glamour y el vedetismo sin importar que su galán fuera el doble de las escenas peligrosas del Hombre elefante, y maquillara su inseguridad con un discurso artificial pero extraordinariamente prediseñado para conquistar mujeres bellas.
Repetir ad infinitum "choro mata cara" no sólo es una dinámica que se inserta una dialéctica utópica de mal gusto, sino que también propaga esquemas ajenos a una relación entre dos personas; es, más bien, una explicación desvergonzada y rústica a lo sorprendente de ciertas situaciones amorosas. Su perfil misterioso siempre tendrá una razón de ser, originada en trasfondos más contundentes que lo distancian del discurso vacío, aunque éste se enuncie con pinceladas retóricas. Termino mi reflexión con una anécdota que haría pensar a más de un feo. Una vez mi primo Cacho conquistó con cartas a una señorita. Y aunque eran de una elocuencia y vigor prosístico admirabilísimo, la damisela nunca sospechó que no eran de él y sus veinte años a cuestas. Se trataba, ni más ni menos, de la correspondencia completa de Simón Bolívar a Manuela Sáenz. Cuando rompieron, Cacho, en un gesto ya no sé si de honestidad o de estupidez, le dijo a la doncella la verdad (lo de las cartas y, quizás lo más importante, "No es lo que tú estás pensando", cuando lo encontró con las manos en la masa de un seno ajeno). Su reacción, aunque algo salvaje, la justifico a cabalidad: de una mordida le arrancó un pedazo de carne del antebrazo; acto seguido, en un momento de lucidez sólo entendible en una mujer engañada, le dijo a la amiga que la acompañaba: "Vamos a quemarlo". Mientras ambas buscaban un poco de gasolina, Cacho logró escapar, aunque dejara un pedazo de sí en ese memorable sitio. Desde ese día, sufre erupciones epidérmicas consuetudinarias si escucha la expresión "cacho de carne asada". Es el mito del hablador y sus visitadoras.
Texto publicado en la revista Picnic del mes de mayo.
CAS

No hay comentarios.: