sábado, abril 09, 2005

Contestadoras II

Los mensajes en las contestadoras, reitero, dejan una extraña sensación de sentirse queridos. Esto independientemente de que sean para cobrarnos las cuentas de la tarjeta de crédito o proponernos un plan a la medida de nuestro ataúd cuando tengamos a bien pasar a mejor vida. En mi colección, la agencia funeraria Gayosso aparece en varias ocasiones. Existen, sin embargo, también mensajes de odio. Como comentario al margen, y acaso con esto estaré echándome la soga al cuello, por lo general no contestó el teléfono cuando estoy en la casa. La contestadora es, en este peculiar caso obsesivo, el filtro perfecto que me permite, más allá de privilegiar a un interlocutor, sentirme halagado por escuchar de viva voz a gente que se preocupa por mí, lo cual, he de decir, creo que no me merezco. En fin, dejando el margen, mis mensajes favoritos, decía, son los de desprecio absoluto. Por ejemplo, tengo uno que me dejó el equipo completo de los Borregos Salvajes del Tec de Monterrey; argumentaban (lo sé, lo sé, es concederles demasiado) que yo era un vulgar hijo de puta por no pelar a su amiga, la campeona nacional de 800 y 1500 metros planos. También hay otros en los que se menciona "¿cómo pudiste hacerme esto?", "¡contesta hijo de tu pinche madre o te corto las bolas!" o "sé hombre ahora que perdió el Cruz Azul". Estos últimos, sobra decirlo, son escasos hoy día.

No obstante, nunca me había tocado alguna injuria que no fuera para mí. Ayer, por una equivocación motivada por los duendes de las líneas telefónicas (piénsese en Carlos Slim con gorrito verde) o por alguna ominosa canallada de la AFI, un alma en pena dejó un mensaje en el teléfono equivocado, ergo, el mío. Después de escucharlo me entró una bucólica sensación de orfandad por no haber sido el verdadero destinatario. Lo trancribo a continuación para poner al lector al tanto de esta digresión:

Por favor quiero hablar contigo. Te mandé un mensaje al celular [aquí pensé en las veces que he dado el número de mi celular; cabe destacar que no tengo celular]. Xavier... [obviamente entoné la canción de Los toreros muertos]. Sé que me estás estás escuchando. Por favor, contéstame. Al menos dame la oportunidad de explicarte, ¿no? [¿qué esto no sólo lo decimos los hombres?]. Xavier... Por favor. Xavier, Xavier, por favor PUEDO EXPLICARTE [okey, explícalo, querida, al cabo que ya tenía pensado cambiarme de nombre; firmaría con una X, por supuesto]. Xavier, sí puedo explicarte o no puedo explicarte [hombre, que nos explique ya de una vez por todas]. Porque mi amiga también ella comete errores y sin embargo yo no la estoy ventaneando contigo [¡uy!, qué fuerte]. Creo que me merezco que por lo menos me escuches o que me digas, sabes qué vete al Diablo [y aunque somo buenos amigos, jamás la mandaría con él].

Después de escuchar semejante intento de réplica, me sentí un poco menos hombre, un poco más mundano y un poco más idiota. Maldije con conciencia de causa el momento en que mis padres obviaron el nombre Xavier en la pila del bautizo, así como mi incapacidad inmediata para poder ir ahí, a ese lugar de ensueño, en donde las tinieblas hablan y los mansos hierven. Ya será en otra ocasión.

CAS

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