martes, octubre 28, 2003

Me acabo de encontrar este texto; lo escribí hace casi siete años. Quizás publicarlo sea un exceso pero me sirve de terapia. Así me ahorro el psicoanalista.

Paz

Fue Sergio Valero quien me dijo, "vamos al baile, Carlos". Yo en realidad no supe qué decir. Por un lado soy pésimo bailarín, sobre todo cuando se trata de salsa. Pero lo que más me causó aversión fue que el celebrado baile tendría lugar en el comedor universitario de CU, el lugar que más odié durante mis primeros años en la licenciatura. Quién haya comido alguna vez en el comedor sabe a qué me refiero. La comida cuesta --hace cinco años costaba-- entre tres y cuatro pesos, y le servían a uno algo así como salchichas, de muy dudosa procedencia, con algo de papas; en el mejor de los casos había huevos estrellados, que la gente comía con la boca a escasos cinco centímetros del plato en aquellas mesas solitarias y desencantadas. Patético. Sólo fui un par de veces y juré no regresar.

Sin embargo esa noche había que hacer algo, teníamos que movernos. Estaba con Sergio y Alan Sandoval en el metro Miguel Ángel de Quevedo y accedí a ir al baile. Sergio, con el aire de seguridad propio solamente de quien da órdenes, dijo: "Perfecto, nada más llamo al chofer". El chofer que pasaría por nosotros era la chava en turno de Sergio, de la que por razones de pudor, autocensura y seguridad, omitiré su nombre. Por supuesto que no es gratuito. Para empezar se trataba de una mujer que era ex de otro amigo nuestro, con el que había pasado los últimos siete años y que la cambió por una niña de dieciocho que escribía cuentos sobre gatos y choques eléctricos. Cuando esta mujer, que para darle cierto rasgo de carácter llamaré Juana Inés, fue abandonada por el otro (por cierto, la última vez que los vimos juntos fue en una comida en casa de Rodrigo Alemany y Claudia, cuando éstos todavía andaban juntos; el ambiente fue inquisitorial y peligroso por los ojazos de pistola que se echaban entre todos), intentó cerrar un capítulo en su vida y se dedicó a ligarse a los amigos de su ex. El primer intento fue con Cuitláhuac Quiroga, con quien quedó de verse un viernes en el bar clandestino en casa de Natalia Toledo. Pero Cuitláhuac, muy hábilmente sabiendo de qué tipo de mujer se trataba, no llegó nunca a la cita. Lo peor fue que yo ese día también estaba en casa de Natalia y, como es de suponer en un lugar tan pequeño, me la encontré, no sin que antes pasara tres veces frente a mí como diciéndome I?m here, you stupid bastard. Hubiera sido ridículo que pasara una cuarta, así que decidí saludarla. Platicamos un buen rato, habrá sido una hora, en la que ella habló 58 minutos y yo dos y únicamente con onomatopéyicos. Después le dije que tenía que ir con mis amigos. Nos despedimos, no sin que antes me escribiera su teléfono en un papelito, diciéndome con sonrisa entrecortada que fuera a su casa para que me preparara un café turco.

Hay veces que uno presiente cierto tipo de cosas, como arriesgadas o comprometedoras, y es cuando se deben seguir los pasos de los amigos. Como lo hizo Cuitláhuac, no le hablé nunca, no tenía ganas de averiguar los enigmas nocturnos del café turco. El que sí lo hizo fue Sergio. Uno de esos días famosos a principios de 1996, estaba yo en mi casa con Rodrigo, quien se ponía un borrachera de miedo. Entre una cuba y otra me dice: "Sabes que Sergio anda con Juana Inés. Ya viven juntos". No era posible. Acababa de ver a Sergio una semana antes y me había dicho que su corazón estaba en Jalapa. Como no le creí a Alemany, que para ese momento ya había vomitado por primera vez, le hablé a Sergio a su nueva casa y me contestó Juana Inés. Después de las formalidades que implica un saludo por teléfono me pasó a Sergio y pude constatar que Alemany tenía razón: Sergio, efectivamente, había sucumbido ante Juana Inés. Después me enteré que se habían encontrado en casa de Natalia y Sergio había decidido probar el café turco esa misma noche.

Sergio y Juana Inés vivieron cuatro meses juntos, mismos que Sergio padeció un sentimiento encontrado: quería irse y no; aun cuando no sintiera nada por ella, no pagaba un centavo de renta, pues vivían en casa de ella, pero, sobre todo, por instinto de supervivencia: las primeras tres semanas Juana Inés ya le había echado el coche encima un par de veces cuando Sergio le decía "Ya me voy". Era tal el grado de esquizofrenia de Juana Inés que un "ya me voy [al trabajo]", lo interpretaba como un "ya me voy [de la casa]". Cuatro meses después, cuando Sergio ya había aprendido a lidiar autos, decidió tomar el toro por los cuernos y marcharse de la casa. Me parece que la osadía le costó golpes y mordidas en brazos y piernas, un encierro de una hora en la farmacia de la esquina porque Juana Inés no lo dejaba salir y haber perdido en la trifulca el ejemplar de mi tesis que le había regalado. Pero antes de que todo esto sucediera, en una noche lluviosa de junio, el chofer pasó por nosotros a la estación de metro Miguel Ángel de Quevedo.

Al llegar al comedor, entramos muy seguros de nosotros mismos, con caras de Antonio Banderas dispuestos a ligar a la primera chavita que pasara frente nosotros. Pasaron varias y ninguna quiso saborear las delicias de un escritor en brama, que les recitaría versos repletos de lascivia al oído mientras bailaban con los cuerpos pegados, hinchados, llenos de sudor y las mejillas en el pecho, escuchando los latidos de un corazón pedestre y arisco, que en clave morse expresaría frases tan imprescindibles como las de los hombres verdaderos, aquéllos que le faltan al respeto al más pintado para después ser puestos en el suelo con volados retardados de izquierda.

Lo primero que vimos fue a Claudia, la ex de Alemany, acompañada de varios amigos. Teníamos como tres meses sin verla porque, cuando terminó con Rodrigo, decidió cortar de tajo la relación con todos los amigos de Alemany. Ya cuando la dejábamos para pasar a lo que íbamos, el tiempo se detuvo por algunos minutos. Ahí estaba ella, esa mujer vestida de negro que no dejaba de mirar al frente como observando la eternidad, como arguyendo sílabas inconexas que se le quedaban en la garganta, detenidas al subir sus cejas de escuadra, su sonrisa altiva pero seductora, su cabello que por la oscuridad se proyectaba seco y parco pero brillando sobre toda la mesa. Era, sin saberlo, el leit motiv de mis impulsos, de la estética, de la única mujer que me había capturado con sólo verla en los últimos diez meses. Saludó a Sergio muy efusivamente, como lo había hecho conmigo también el día en que nos conocimos. Quise hacer los mismo pero mi pudor, la ausencia de una razón extremadamente poderosa para seducir a alguien nueve años mayor o quizás la calma, la oscuridad, Claudia, Alan, Juana Inés que nos miraba sorprendida, me evidenciaron y fueron capaces de que mi ingenuidad disfrazada de indiferencia, transgrediera de nuevo las reglas naturales, haciéndome dar la vuelta y encontrar la pista repleta también de mujeres hermosas, que pasaban otra vez sin verme, para encontrarse con sujetos arrabaleros, de playeras rotas y aretes dorados en las fosas nasales. Sin voltear me di cuenta de cuando Sergio la dejó, para que volviera a sentarse y ubicar sus brazos chilenos sobre la mesa, beber un sorbo de la cerveza de seis pesos y sostener de nuevo la situación sobre sus cejas. Era Paz, chilenísima como la Claudia, como Alemany, como las empanadas de carne molida que había comido los últimos meses. Era Paz Echenique, que después sería como también en un instante dejaría de ser. Supe que puso la cerveza sobre la mesa y me miró. Nadie me lo dijo, lo sentí sobre mi espalda, como caricia. Supe que me miró una segunda vez y me di cuenta de que la noche no sería corta.


PD. El tiempo, sin embargo, es pernicioso: mi amigo Alan murió dos años después, a los treinta; a Sergio lo sigo viendo seguido y, además de ser vuevamente becario del Fonca, escribe la biografía de un exboxeador; en Monterrey, Cuitláhuac salió del clóset; Juana Inés se casó con un muchacho 15 años menor que ella, tuvieron un chamaco y ya se separaron; yo aprendí a bailar salsa y me cambió la vida; de lo que pasó con Paz ya hablaré después. Hacía tiempo que no sabía de ella, pero me encontré a un ex suyo y me dijo que tenía un hijo y era feliz.


CAS

No hay comentarios.: