lunes, septiembre 01, 2003

Una nota sobre la caminata

El triunfo de Ana Gabriela Guevara ha opacado la realidad de otros deportes que históricamente le habían dado satisfacciones a México. Me refiero en particular a la caminata. Acostumbrados a exigirles a nuestros marchistas igual que todo gringo hace con su sus atletas, los mexicanos confiamos en que es imposible que no se obtenga una presea en caminata, ya sea en 20 o 50 km. Y es lógico: desde el insigne sargento Pedraza, pasando por Daniel Bautista, Ernesto Canto, Raúl González, Carlos Mercenario y el mismo Bernardo Segura, los marchistas mexicanos nunca decepcionaron. Así, como una religión que se fundamenta en la flagelación y el suplicio, en las pruebas de marcha suele paralizarse el país para que todos veamos como nuestros atletas luchan por el oro en los Olímpicos... y también cómo le hacen para esconderse de los jueces que tienen la consigna de evitar que "esos prietos feos" obtengan una medalla áurea. En realidad, sobra decirlo, ésa es la mejor excusa para decir por qué no ganaron, pero hay algo de cierto en ello.

La ciencia de la caminata es muy sencilla: se puede caminar de cualquier forma, siempre y cuando por lo menos uno de los dos pies esté siempre pegado al suelo, esto es, está prohibidísimo flotar. Sin embargo, esta norma, que es la más trascendental desde el punto de vista técnico en la marcha, es una vil tomadura de pelo: todos los atletas flotan. En los cuadros en cámara lenta de la televisión es evidente esta cuestión; pero los jueces saben que sólo los que hacen trampa son los mexicanos y, así, durante toda la competencia los tienen bajo la lupa. Si a un competidor lo amonestan tres veces queda fuera de la competencia, y es normal que por lo menos a un mexicano le suceda esto cada vez.

Lo curioso es que la caminata es un deporte diseñado para que su regla principal sea violada como un principio tácito. Aunque, claro, hay que hacerlo con propiedad; lo que llama la atención es, si todos flotan, ¿por qué ir a por los mexicanos? La situación es un sino de nuestros marchistas desde que en Moscú 80 un juez le dijo a Daniel Bautista y al ruso que lo acompañaba a la cabeza de la marcha y a punto de entrar al estadio, que el camino era por acá y no por allá; entonces, Bautista y su acompañante, obedientes como se tiene que ser ante la autoridad, siguieron por donde les habían dicho. Tan pronto pasaron, el juez -fiel discípulo del correcaminos y de todas sus artimañas para chingarse al coyote- cambió la señal del camino: ya no es por acá sino por allá. Cuando el italiano Maurizio Damilano entró solo al estadio y cruzó la meta, tuvieron que informarle ex profeso que él y nadie más había obtenido la medalla de oro.

Ahora que tenemos a una reina de la velocidad es fácil, desde luego, olvidar los rezagos en la marcha, un deporte que tantas glorias le dio al país. Y también pensar en esa consigna hacia los jueces. Eso hace, además, menospreciar los triunfos de otros marchistas que se han partido el alma en este deporte y que no son mexicanos. Caso concreto es el ecuatoriano Jefferson Pérez, campeón panamericano, olímpico y mundial, y que además es un héroe en su país, o el mayor marchista de todos los tiempos, el polaco Robert Korzeniowsky (odiado en México porque fue quien se agenció la medalla de oro en Sidney tras la descalificación de Bernardo Segura), un verdadero fuera de serie, que más allá de darle alegría a su país, tiene el honor de ostentar el apellido de otro gran polaco, el maestro Joseph Conrad.

CAS



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