viernes, septiembre 05, 2003

Esta crónica apareció publicada hace algunos años en La Jornada, cuando a la comandancia del EZLN se le ocurrió darse una vuelta por el país. Con ella me gané a nuevos y distinguidos enemigos que no me han dejado dormir desde entonces. Sirva este recuerdo para mover las fibras sensibles de Marcosín y nos ilustre con un nuevo comunicado.


Esperando a Marcos

No hay nada que hacer... Empiezo a creerlo. La plaza de Armas de Cuernavaca es una verbena popular. Lo vendedores ambulantes, tendidos a un lado del asta bandera, ofrecen suvenires para todos los gustos. Hay muñecas Ramonas, múltiples pasamontañas y, sobre todo, playeras con la efigie del subcomandante Marcos. Las que más se venden son en las que hace una seña obscena. Marcos, todos lo sabemos, es en principio un provocador. En el improvisado templete se gritan consignas en favor de los neozapatistas y grupos "alternativos" se avientan rolas de protesta. El grito más común entre la gente es "¡Pinche gobierno!". También, quien tiene que bailar con la más fea es el buen Marco Tafoya al echarse numerosas canciones cocinadas allende Xoxocotla y enserñárselas a un público revolucionario que no quería aprender. Hasta adelante, la muchedumbre se arremolina para ganar un lugar y poder ver de cerca al Sub. Es muy probable, incluso, que alguna mujer esquizofrénica haya aventado un sostén al escenario. Nadie se mueve de su lugar. Marcos no tiene seguidores; tiene fans.

Las consignas en favor de los zapatistas son numerosas y atávicas. El grito de "E-Z-L-N, E-Z-L-N" permea el centro de esta ciudad. Parece que las viejas revoluciones sesentayocheras regresan con nuevos bríos a una época de falsas ilusiones y realidades virtuales distintas a las de antaño. Al final siempre serán iguales. Es, entonces, el zócalo de Cuernavaca un espacio abigarrado y lúdico; de encuentros y desencuentros instantáneos; de máscaras danzantes y humanizadas; de recuerdos oscuros y acaso inciertos. Es este lugar de dudas y lamentaciones una tierra de nadie (hay quien dice que es la de Zapata), a la que llegarán personajes sin rostro salidos de una obra de Pirandello y que buscan ser incluidos en un nuevo libreto. "Zapata vive", escucho decir a un niño al lado mío que no debe pasar de 16 años. Es cierto, Zapata vive, así como el Che, así como Marcos. Todos son imágenes vivientes pertenecientes al pop art, a la cultura de masas, a las banalidades comerciales que hacen que Marcos aparezca por igual en la portada de Time que de Vanity fair, que Mike Tyson tenga tatuado un "Che" en el pecho y que Antonio Banderas quiera interpretar a Zapata y hacerlo ver un latin lover. Son, como muchas cosas de la vida, imágenes vacías. Siguiendo a Baudrillard: el origen del crimen perfecto.

Es mediodía en la capital morelense. En los periódicos se ha dicho que el arribo de los zapatistas al zócalo será a las doce en punto. Sólo los ingenuos lo creen así, pues desde que empezó la marcha no han llegado puntuales a un solo mitín. El mismo Marcos se disculpa cada vez que cierra con broche de oro las participaciones de la Comandancia Zapatista. La expectación, sin embargo, es descomunal. La gente espera a los comandantes como una teenager a su artista preferido afuera del hotel donde se hospeda. No obstante, el tiempo es implacable: sigue su curso. Con unos amigos, concluímos que estos muchachos tardarán mínimo dos horas en hacer su entrada triunfal. Por eso tampoco puedo dejar de pensar en el ejército Trigarante. Los neozapatistas ya lo superaron: han tenido entradas similares en muchas más ciudades, no sólo en una. Durante las primeras cervezas, empiezan los rumores: se accidentaron a la altura de Huitzilac; Marcos está con el pescuezo quebrado; David se ha quedado sin piernas. Al final son eso nada más: rumores. Regresamos a la plaza y ya la gente empezaba a quejarse: "Hemos ido a tres cafés y no llegan estos cabrones". También por ahí, un muchacho, desconsolado, buscaba a un zapatista que se le había perdido. Le pregunto si llevaba pasamontañas y me responde que es un viejo combatiente zapatista, que tan pronto lleguen los comandantes lo va a trepar al templete para que esté con ellos. Me imagino entonces que no debe ser difícil encontrar a una momia en el centro de Cuernavaca.

Aunque "La universal" está llena tenemos suerte de encontrar una mesa libre. Consideramos que es un buen lugar para ver cuando lleguen. Antes de ello, tenemos que driblar dos o tres cinturones, creo que les dicen de paz, para llegar a un sitio menos aburrido. Desde ahí observamos que el sol ha hecho que la banda se ponga como loquita; algunos intolerantes empiezan a insultar a los comandantes. Todo ello hace que la cosa no me quede muy clara y piense que es muy probable que la Comandancia Zapatista esté en contubernio con los restaurantes de los centros de las ciudades que visitan. Así, ellos llegan tarde, la banda consume cerveza y café como degenerada, y los zapatistas reciben una partida por las ganancias a través de su representante: el comandante Germán.

Son ya las dos y empiezo a considerar la posibilidad de perderme el magno evento, pues doy una clase en la ciudad de México y tengo que salir a más tardar a las cuatro. Godot y la carta del coronel empiezan moverse fantasmalmante. Sin embargo, como en los partidos de futbol emocinantes, nadie se mueve. Pero se desesperan. Entonces Javier Sicilia aparece vestido de beduino, con algún trapo extraño en la cabeza, y quejándose: "Llevo aquí desde la nueve". Carlos Monsiváis, por su parte, se camuflajea de la mejor manera posible y sale rápidamente de su escondite en "La universal" para que ningún reporterillo le pregunte "¿Qué opina usted de la marcha, maestro?" Por cierto, ese día confirmaría mi tesis de que hay varios Monsiváis deambulando por ahí: en la noche me encontraría con otro en la presentación de un libro en la ciudad de México. En pocos minutos, los compañeros, compañeras y compañer@s piensan que la supuesta visita sólo es una estrategia publicitaría zapatista para hacerse promoción. Otra cerveza más y a lo lejos se escucha a la maestra de ceremonias diciendo que había gente en la azotea de Palacio de Gobierno, como sugiriendo que son espías oficiales. Algo está claro, si hay "espías del gobierno" no van a ser lo suficientemente idiotas para ver a los posibles "revoltosos" desde la azotea de Palacio de Gobierno. A veces subestimamos demasiado los servicios de Inteligencia de este país.

Otra cerveza y empiezo a entristecerme porque la posibilidad de ver a Marcos se esfuma. Hasta mis binoculares llevo para ver si en efecto el Sub tiene barba o no; por lo menos quiero escuchar que lea su lista del supermercado. A lo lejos, los cinturones de paz empiezan a cansarse y sus hebillas se aflojan. Para qué se mortifican: los zapatistas prefieren los cinturones italianos; dicen que son de mejor calidad y aparte blancos. Tres y media y la cerveza empieza a hacer su efecto; esos cabrones siguen sin llegar. Pienso de nuevo en Marcos y su hablidad para fumar pipa en medio de un aguacero endemoniado. Debe de haber alguna táctica especial. En eso alguien grita que están por la glorieta de Tlaltenango; la gente se pone de pie para ganar un buen lugar. Quién haya estado alguna vez en el carnaval de Veracruz sabrá a qué me refiero. Yo también me levanto pero para dirigirme a la terminal de camiones y partir al Defe a dar mi clase. Me he perdido la posibilidad de ver en vivo y directo a los zapatistas, que por cierto regresan a su tierra, una tierra que, dicho sea de paso, nunca han pisado. A mi clase llego tarde y tengo que decirles a los alumnos que la culpa es de los zapatistas. En la noche medio veo las noticias y medio me entero del discurso de Marcos en Cuernavaca. Al día siguiente, los periódicos destacan sobre todo que el gobernador panista dio el día de asueto, seguramente obligado por el gobierno federal, y los textos de los cronistas oficiales del zapatour son como demasiado ambiguos y soporíferos. Como se espera a Godot, aguardé a Marcos para ver si en efecto era alguien de carne y hueso y si tenía algún parecido conmigo, pues por ahí se dice que todos somos él. Pero nunca llegó, o por lo menos a mi nunca me constó. Lo que vi fue solo la pirotecnia aparentemente revolucionaria de la llamada sociedad civil, un ente abstracto que a nadie le queda claro qué es. Lo único transparente en ese momento, y por eso creo que no me fui con las manos vacías, fue conocer el último grito de la moda revolucionaria: pasamontañas, huaraches, blusas de manta y pipa. ¿Qué? ¿Nos vamos?... Vamos.

CAS




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