lunes, julio 14, 2003

Decir que los silencios son las expresiones más profundas que existen suena a lugar común; más bien a maledicencia pecaminosa y negligente. Lo sé porque en ella la ausencia de sonido es imposible. Quien lo afirme estará incurriendo en una falacia ordinaria y ramplona. Si el recuerdo logra superar la armadura impune de mi olvido, sabré que su olor tenía una sonoridad conmovedora, como murmullo de rosa, de savia ardiente depositada en mi cuerpo desde la primera mirada. Aunque sin verla, entendí qué existía entre sus comisuras. Al principio se trataba de un juego mutuo e insospechado por los demás, un acuerdo tácito escrito por suspiros, también olientes, a café me diría ella después. ¿Para qué sirve el olor a café? Para besar a una mujer. Lo supe por su entrecejo, portador de una certidumbre palmaria sólo para mis ojos y quizás, en parte, también para los de ella

Fue en ese momento cuando el alcohol dominó mi cuerpo y de las sombras apareció una silueta indefinible a simple vista. Después noté que era mi mano que abandonaba la suya y se posaba en su cuello con la tranquilidad del rocío que desciende por los pómulos. Y fue la palma y no los dedos la que descubrió, como sólo la noche puede hacerlo, ese rostro luminoso para mi epidermis, inconcluso para mis pupilas y fascinante para la humedad de mi entrepierna.

Sus cejas eran de una ferocidad apabullante, enigmáticas en el fondo y sensuales por su arco capilar. Su movimiento armónico sólo era probable para ese número específico de hebras diminutas, superpuestas y racionadas por la divinidad. Los ojos parpadearon y luego subieron; las cejas, séquito fiel, continuaron el desplazamiento ocular, como si cada centímetro dibujara un pentagrama oscuro y a la vez taciturno. Pensé en Mahler y después en Sibelius. Se rompió la calma cuando su mirada recuperó la intensidad de segundos antes y se escuchó en el fondo del lugar música cubana, de ésa que casi no conocía y que ella me dijo de dónde era. Concluí que el sonido no venía de atrás sino de sus orificios nasales. Lo otro era sólo el eco.

Ahora sé que su nariz descubre las más pequeñas y sensibles insinuaciones, que documenta circunstancias sombrías y reinventa todas las perforaciones vedadas por las leyes de Dios. Recto como pocos, su tabique nasal transgrede la interdicción de lo cotidiano. Por una causa que ahora no quiero adivinar, nunca me pregunté qué enigmas ocultaba esa pendiente delicada y sospechosa. Ahora, todavía sin haberlo cuestionado una vez, lo sé como las nochebuenas saben cuando ha llegado el invierno.

Y sin embargo, como toda protuberancia que sale del cuerpo fuera de lo normal, inspiraba inseguridad. Desconfiaba que su nariz descubriera conforme avanzaran los minutos todos los olores adoquinados en mi piel y se enterara de un pasado gris y nebuloso: que robara mi olor. Me sentí desnudo y fue cuando estornudé. Salud y un pequeño cosquilleo hizo que por un instante llevara sus yemas al contorno de los orificios impenetrables. Había perdido el aroma que acababa de distinguir. No volví a estornudar y fue la boca por donde primera vez entré en su cuerpo. Ya con mi mano en su mejilla, tibia y suave, coincidimos en que nuestros labios también tenían frío. Pero no fue en silencio, aunque no dijera palabras. Era una resonancia prodigiosa que emitía su ceño por momentos fruncido, un murmullo indescifrable que flanqueaba la hospitalidad de su frente, una musicalidad de ausencia encerrada en el vaho de su nariz. Y con el sonido del agua que desciende por un río caudaloso en cámara lenta, nos besamos.

CAS

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