martes, julio 15, 2003

Cine y hecatombe

A veces uno no sabe de qué se quejan los gringos cuando las oscuras fuerzas del mal les vuelan una embajada o les tiran algunas torres. Acostumbrados debieran estar: una de las partes medulares de su cultura, el cine de Hollywood, se fundamenta en un principio apocalíptico. Nada más habría que pensar en la ocasiones en que Nueva York ha sido destruida en el cine; yo puedo contar mínimo veinte con suma tranquilidad. Desde luego, después la desazón es lo que impera y hace falta menos escepticismo para festejar una nueva parte de su arquitectura: los hoyos gemelos.

Por lo general no pasa nada si un tornado se lleva una casita solitaria en Kansas, un volcán acaba con una población de menonitas o Bruce Wilis, con los pies descalzos, destruye un edificio inteligente. El héroe siempre se salva y nos sentimos bien, sin importar que el contratiempo haya tenido a bien matar a unos 539 personajes por película. Aunque hablemos en principio de zozobra, la esperanza se impondrá al final. En este tenor, no habría que descartar las tragedias que suceden a bordo de un medio moderno de transporte. Numerosas son las películas de aviones que tienden a irse en picada por falta de piloto o porque un grupo fundamentalista lo ha secuestrado; los naufragios de barcos o los desastres provocados por trenes son también un tópico común; incluso existen los autobuses que no pueden bajar de cien millas por hora porque hacen bum. Los submarinos atómicos se cuecen aparte, pues necesariamente están ligados a un tópico militar. Harían falta, por lo demás, tragedias en globos aerostáticos, carrozas fúnebres o motos acuáticas (tengo un primo al que le cayó una de éstas encima; le he dicho que venda su historia pero se niega. "Es que quedaría como un pelele", se defiende).

Es prudente señalar, sin embargo, que hay un medio de transporte digno de analizar con cuidado: las naves espaciales. Adiestrados para llevar la bandera gringa al espacio exterior, los astronautas de película gringa tienen su futuro asegurado, pues la realidad no los alcanzará nunca. Es decir: jamás les explotará la nave en pleno despegue o en franco aterrizaje (como de hecho les sucede a menudo); uno porque si explota saliendo de Cabo Cañaveral la película se acaba y la compañía productora perdería varios millones de dólares y, dos, porque es políticamente incorrecto: no les conviene que la comunidad norteamericana se llene de escepticismo respecto del progreso. Por eso es importante que las misiones en el espacio exterior tengan éxito. Es una simple y llana cuestión de enfoques, pero yo no conozco una sola película en la que la misión fracase o que la nave haga también bum. Si me lo preguntara de nuevo contestaría con lo mismo: ¿qué les extraña? A veces la ficción se fuerza a tal grado que alcanza la realidad a la menor provocación. El problema es que cuando en verdad nos toca, nos sorprendemos sobre manera, pues lo que sucede en las películas no cruza el celuloide (salvo la gran Rosa púrpura del Cairo, of course). Si la tendencia es ésta, no habría que sorprendernos si en un futuro cercano Nueva York es la nueva Atlántida, tal como lo sugiere Steven Spielberg en Inteligencia artificial. No cabe duda de que para conocer el futuro habría que regresar a Wells y Orwell, por supuesto, a Julio Verne, y ver más cine de Hollywood para que se nos ocurran ideas.

CAS

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