sábado, marzo 29, 2003

Serrano en Huitzilac

La historia de México bien podría ser un capítulo del Quijote. Hay de todo: personajes ideales, asuntos complicadísimos que acaso sólo un menor de edad podría entender y, sobre todo, ficciones misteriosas al más puro estilo de Agatha Christie. Es una historia, por otra parte, conmovedora e inocua, pues más que ser divisoria une a cada mexicano en un grito perenne, como el de Munch. Por cierto, todos los nacidos en este país, además de tener un pequeño priísta dentro, anhelan eternamente morir como Juan Escutia, aunque según las últimas investigaciones no murió como se dice; es más, en la lista de cadetes del H. de esa época no había registrado ningún Juan Escutia; además el apellido Escutia es sospechoso en sí mismo.

Pero más allá de estas trivialidades, es mi deber desmitificar un episodio de la historia de México que los historiógrafos tradicionales han comentado hasta el hartazgo como uno de los referentes más profundos de la “traición”. Ya en otro momento tendré que detenerme por más tiempo en este fenómeno, leitmotiv de toda historia; ahora lo tomo sólo como punto de arranque. A Judas, el traidor por antonomasia de la historia occidental, le debemos nuestra devoción al catolicismo. ¿Qué habría pasado si Jesucristo no hubiera muerto crucificado y resucitado posteriormente? En principio de cuentas los problemas respecto de la fe serían mayores y mi querido José Ortega y Gasset no hubiera escrito ese libro maravilloso que se llama Ideas y Creencias. En realidad don José es vituperado con especial constancia por la literatura actual, pero creo, por lo demás, que sin razón alguna. Pero Ortega será Ortega, aunque se llame Cristóbal y sea un chiste que sólo entiendan los que les gusta el futbol. Tampoco, por otro lado, Descartes habría sido el mismo sin la traición. Y muchos otros más. Pero dejemos las digresiones y volvamos al tema.

Como de repente, y sobre todo después de una noche de farra, no puedo dejar mi espíritu pedagógico, he de empezar a enunciar algunas verdades que los historiadores se han permitido obviar los últimos años. Señores míos, Francisco Serrano, el ex candidato a la presidencia en el año 27 por la Alianza antirreleccionista, no fue fusilado después de un juicio sumario; tampoco quiso levantarse en armas en contra del gobierno callista y de la eminencia gris en ese momento, el gran Álvaro Obregón. Pero la historia tradicional dice que sí. Vamos a ver.

Pancho Serrano fue pasado por las armas (es un decir, pues en sentido estricto le despedazaron la cara a patadas) en la carretera vieja México-Cuernavaca y viceversa, a la altura del pueblo de Huitzilac, donde dicho sea de paso se elabora un pulque muy bueno. No es por provocar, pero el encargado de cumplir las órdenes de Obregón, quien interceptó a su vez las de Plutarco –¡vaya insigne nombre para el títere de don Álvaro!– fue el jefe de operaciones militares en el estado de Guerrero, el general Claudio Fox. Pero vayamos atrás. Serrano, quien había sido secretario de Guerra en el gobierno obregonista, pasó una temporada en Francia –donde aprendió a leer a Víctor Hugo–; después fue gobernador de la ciudad de México. En el año 26 la constitución fue modificada en sus artículos 82 y 83, relativos a la reelección. Se aceptó que un ex presidente podía volver a serlo siempre y cuando dejara pasar un periodo presidencial. Sobra decir que este cambio era para que el gran manco de los cañonazos y los millones pudiera arribar de nuevo al ejecutivo. Y estuvo a punto de ser así, de no ser por la puntada de este muchacho León Toral, quien cuando le dijo a Obregón si podía hacerle una caricatura en lugar de sacar un lápiz sacó una pistola. Don Álvaro fue asesinado el 17 de julio de 1928 en el restaurante “La Bombilla” de la ciudad de México.

Pero antes de eso a Pancho Serrano no le pareció aquello de la reelección, tampoco a Arnulfo R. Gómez, jefe de operaciones militares en el estado de Veracruz. Ambos lanzaron sus candidaturas. Viéndolo con cabeza fría, dudo que alguno de los dos hubiera ganado en las urnas compitiendo con Obregón, mucho menos Serrano, quien redujo su campaña a los estados del centro y en el único donde realizó un mitin fue en Puebla. Aquí está el quid del asunto. Serrano representaba una gran amenaza para Obregón, sobre todo porque en este país después de una secretaria de estado el paso obvio siguiente es la presidencia; luego el exilio, por supuesto. ¿Qué iba a hacer Obregón con la amenaza latente de Serrano, en el entendido de que tendría que estar muy cerca de él? Pues bien, lo mandó matar e inauguró una táctica singular, condición sine qua non de la política mexicana en la actualidad: el madruguete, circunstancia que también vivió en carne propia este otro muchacho llamado Colosio (en Tijuana, by the way).

El 2 de octubre –bendita fecha– de 1927, Serrano se encontraba en la ciudad de Cuernavaca festejando su cumpleaños. Las tesis tradicionales documentan que, más bien, preparaba una asonada con sus compinches para derrocar al gobierno de Calles. Puede ser que Serrano fuera hombre de notable sagacidad para enfrentar el régimen en las urnas, pero no era lo suficientemente idiota para levantarse en armas a lo pendejo, en particular cuando tenía en frente al mayor estratega de la lucha armada de la revolución: Obregón. ¿Por qué puedo afirmar esto con tanta tranquilidad? Pues por una simple razón: mi bisabuelo, el gran José de la Sierra, fue el coordinador de campaña de Serrano en Morelos. Las cosas ocurrieron así: el 2 de julio del 27, Serrano, en efecto, estaba en el viejo hotel Bella Vista de la ciudad de Cuernavaca celebrando su cumpleaños. En algún momento de la velada mi bisabuelo le dijo:

–Pancho, me acaban de avisar que enviaron a un contingente de Palacio de Gobierno para apresarnos. Tengo ya unos coches acá afuera para irnos.

–¡Pero, Pepe!, mi compadre es incapaz de hacerme algo.

–Pancho, vámonos, por favor; quién sabe qué pueda pasar.

–Pues vete tú si quieres. Yo me quedo con los muchachos.

Mi bisabuelo, dios bendito, tuvo la buena ocurrencia de irse, entre otras cosas para que yo estuviera platicando la verdad en este momento. El compadre de Serrano, sobra decirlo, era Obregón, quien era demasiado inteligente para confiar en sus rivales políticos, aun siendo sus amigos. Minutos después llegó un contingente militar por Serrano y todo su séquito. Fueron trasladados los 14 hombres que ahí se encontraban al palacio de Gobierno de Cuernavaca; después los subieron a unos coches y se dirigieron a la capital del país. A la altura de Huitzilac fueron entregados a otro convoy comandado por el general Fox. Avanzado un kilómetro, los soldados cerraron la carretera y los detenidos fueron asesinados a sangre fría ahí mismo. Después subieron los cadáveres a los autos y se los llevaron al señor presidente. Los descargaron en el patio del Castillo de Chapultepec. Calles los vio y recriminó a Fox: “Te dije que los trajeras vivos”. Obregón se adelantó y dijo: “Yo asumo las consecuencias”. Al día siguiente el Estado Mayor presidencial emitió un boletín: “El general Francisco R. Serrano, uno de los autores de la sublevación, fue capturado en el estado de Morelos con un grupo de acompañantes por las fuerzas leales que guarnecen aquella entidad y que están a las órdenes del general de Brigada Juan Domínguez. Se les formó un consejo de guerra sumarísimo y fueron pasados por las armas”.

Este hecho es narrado también por Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo, novela que recupera dos episodios históricos mexicanos: el asesinato de Pancho Serrano y la rebelión delahuertista. Pero más allá de todo este embrollo, la historia es de todos, como la selección nacional de futbol, y hay que conocerla cabalmente y acaso con sus matices. También iluminar su barbarie y desencanto. El grave problema de ella es que, como Fabrizio del Dongo en Waterloo, para entender la historia de hoy es necesario morirse y verla a posteriori desde el cielo.

CAS

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