martes, marzo 11, 2003

Sebele

Lo conocí en casa de una amiga paraguaya. Al llegar lo primero que dijo fue “tengo que lavarme las manos”. Laura, con la falta de moderación propia de alguien que cubrió la fuente del Congreso paraguayo durante varios años, no dudo en responder con su acostumbrada sutileza: “Pinche negro; tú y tus ideas raras”. Era Sebele Masangogala, estudiante de Zaire que por ese tiempo cursaba una maestría en comunicación en la Ibero. Después de lavarse escrupulosamente las manos –qué extraño capricho, pues sus palmas eran más blancas que las mías– se presentó conmigo y una muchacha teatrera que también estaba ahí. Sebele, en los minutos que siguieron, nos platicó toda su vida desde que salió de Zaire (en esa época todavía el nombre oficial era ése). Luego de una horas de cerveza nos despedimos. Nunca lo volví a ver.

Un día, como tres años después de ese acontecimiento, asistí a la comida de fin de año del lugar donde doy clases. No conocía a nadie y, como debe ser en estos casos, había que presentarse uno mismo. Después de hacer dos o tres pláticas me senté en una mesa donde había maestros de escultura, estética, algo así como artes visuales, literatura clásica e historia universal; a este último lo ubiqué de inmediato: era Sebele. Más adelante, cuando le dije que nos habíamos conocido hacía algunos años, él comentó que qué buena memoria tenía; ya no le dije que era obvio acordarme.

Lo que ocurrió durante la comida es algo que sólo podría explicarse en los sueños, aunque éstos no se expliquen. No me resultó extraño que Sebele monopolizara de nuevo la conversación, pues me acordaba perfectamente qué había sucedido cuando lo conocí. Sin embargo, me llamó la atención que lo hiciera con lucidez endemoniada aun con 14 tequilas encima.

Su historia es, si se me permite la exageración, estrictamente conradiana. Estudió seis años en el seminario para ser sacerdote; un mes antes de ordenarse se dio cuenta de las maniobras oscuras de la Iglesia Católica y le escribió al Papa para decirle que no quería ser religioso por todas esas inconcebibles situaciones que se daban en el clero. El Papa le respondió en un sobrio francés: la máxima autoridad católica había dispensado a Sebele de convertirse en clérigo. Entonces viajó. Estuvo en toda Europa; vivió en Francia, Bélgica y Alemania. Llegó a América vía República Dominicana y el agente de migración escribió en sus papeles que Sebele era “moreno oscuro”. Craso error. El ahora congoleño se indignó y luchó como auténtico félido en la oficina migratoria dominicana para recuperar su negritud. “Soy negro”, me dijo. “Si ahora alguien en la calle me grita ¡negro!, me regreso y le digo: Sí, soy negro pero me llamo Sebele. Si insisten, entonces les grito sin pudor: ¡Juan Diego! Se ofenden mucho”.

En México no hay Embajada de la ahora llamada República Democrática del Congo; ni siquiera existe un consulado. Cuando uno de los 23 zaireños que viven en el país se ve obligado a realizar algún trámite legal, tiene que acudir a su Embajada en Washington o en La Habana; a veces también esos embajadores vienen a México para dar pasaportes. Es por todos sabido que Zaire vivió varias décadas bajo la dictadura del siniestro Mobutu Sese Seko; hace alguños años fue derrocado por un militar que en algún momento fue instruido por el Che Guevara: Laurent Kabila. Mobutu murió meses después. Kabila también ahora está muerto.
No sé por qué donaire prodigioso Sebele consiguió el teléfono directo de Kabila.

-¿Sí?

-¿Habla Kabila, el presidente de Zaire?

-El mismo.

-Soy Sebele Masangogala, compatriota tuyo que está en México. ¡Somos 23 y nos tienes abandonados! Ni siquiera hay un consulado.

Sebele habló durante dos horas con su presidente en un dialecto congoleño y le explicó detalladamente su condición y la de todos sus compatriotas. Después de eso, Kabila prometió crear en lo sucesivo un consulado congoleño en México. Después de eso, los 23 zaireños se reunieron todos los sábados para hablar en línea directa con su presidente y discutir, entre otras cosas, quién será el primer cónsul en este país.

Todo eso lo supe el mismo día, y fue demasiado. No sé por qué ahora lo rememoro. Y sin embargo lo mejor fue la despedida. Cuando me parecía que ya sabía absolutamente todo acerca de mi amigo africano, en el trayecto para tomar nuestro transporte, después de los últimos tragos, Sebele –secundado por nuestro otro nuevo amigo especialista en literatura clásica– recitó de memoria la primera Catilinaria de Cicerón en latín. Cosas veredes: como siempre mi ignorancia volvió a quedar en evidencia. El camino al metro fue largo

CAS

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo también conocí a sebele, fuimos compañeros de platicas interminables y de noches de bohemia, tengo un grato recuerdo de el, de su personalidad, así como de su manera de hablar, de su gusto por jose alfredo jimenez, el cual me hacia interpretar ya casi al amanecer, en casa de nuestros amigos jorge y lolita.