sábado, febrero 15, 2003

Sutilezas del lenguaje

Ocurre, en ocasiones, que el lenguaje no sirve para lo que fue en principio creado: la comunicación. Esto porque hablamos mal o, sin ir muy lejos, los códigos entre emisor y receptor no son los mismos, aunque también haya mala voluntad, como la de los franceses, quienes en su país no le contestan a nadie que hable su idioma con acento. En México, el país en forma de cuerno y del cual la mayoría de extranjeros no sabe dónde está, la comunicación entre sus actores se fundamenta en la generosa anuencia del espíritu santo. No en balde tenemos la patente de un verbo que en esencia significa hablar y hablar sin decir nada: cantinflear. El problema es que Cantinflas era un excelente cómico al que le importaba sobre todo entretener a la gente y no necesariamente comunicar algo. En resumidas cuentas era un bufón simpático, nada más.

Pienso, sin embargo, que el lenguaje no dejará de traernos desaguisados durante el resto de nuestras vidas, sobre todo en este país, pues cada quien interpreta lo que quiere, quizás en pro de que la frase inicial y culminante de la discusión sea “qué me ves, güey”. Un ejemplo: hace algunos meses estuve en Acapulco con mi primo Cacho. Un día, después de la necesaria noche de farra, media cuadra antes de llegar al hotel nos encontramos un antro abierto. Eran las cinco de la mañana y decidimos tomar un último trago para dormir bien. En la puerta nos preguntaron:

–¿Son gays?

–No.

–Entonces no pueden entrar.

Ésa fue la primera vez en mi vida que sentí la intolerancia a la inversa, aunque no me preocupó mayor cosa. Seguimos nuestro camino. Al día siguiente, sin planearlo, volvió a sucedernos lo mismo. Necesitábamos un último trago y ya conocíamos la contraseña para entrar en ese tugurio.

–¿Son gays?

–Sí.

–Pues no parecen, así que no pueden entrar.

El principio neurálgico de todo mentiroso es no parecerlo, el problema es que ese principio quizás no es extensivo los gays. Aunque también cada quien escucha lo que quiere. Recuerdo que una vez leí un cuento (con vergüenza confieso que no recuerdo al autor) en el que Poncio Pilatos le preguntaba al pueblo a quién quería que sacrificaran, a Jesucristo o a Barrabás. La multitud respondió que a Barrabás pero por un efecto acústico singular, creado por esa infinidad de voces, Pilatos escuchó “¡Jesucristo!”. Y ni modo, ahí tenemos el origen de la historia occidental.

Uno puede pasar también por este tipo de equívocos y verlos después con alguna gracia, claro, siempre y cuando no esté de por medio nuestro pellejo, como sí lo estuvo el de nuestro señor. También en Acapulco, en la barra de un bar, una gentil güerita empezó a hacerme plática. Como suele suceder en estos casos uno acude a las preguntas comunes sin vislumbrar las obviedades. Le pregunté de dónde era sin darme cuenta que en su playera, que cubría unos voluminosos y distinguidos senos, tenía una bandera de la Gran Bretaña del tamaño del puma de la vieja casaca de la Universidad. Después me preguntó a qué me dedicaba. Cómo no quise darle una explicación detallada de las rusticidades que realizo para ganarme el pan de todos los días, le dije que era escritor. Acto seguido me respondió “¿Why?” ¡Cómo que ¿why?, pinche güerita! Pues porque es lo único que sé hacer en la vida. Aparte es un oficio noble, que si se hace con lealtad y devoción puede ser remunerado decorosamente, incluso hasta se puede vivir de él.

La inglesita peló los ojos en un claro gesto de no entender nada y sorprendida volvió a preguntarme: “¿Pero qué manejas?” En efecto, no había entendido nada: cuando yo le dije mi oficio de writer la güera entendió driver. Caché de inmediato el equívoco pero por pereza no lo desmentí. Por eso le dije, tomando un trago de mi martini, que era conductor de carrozas fúnebres. Sonrió nerviosa como haciendo el gesto de “orale” en inglés y acto seguido pidió la cuenta; dos minutos después estaba fuera del lugar sin haberse despedido.

El lenguaje hay que entenderlo de la mejor manera posible, si no, por travesuras del azar, se convierte en un arma de doble filo y revierte su sentido. Respetarlo sería una buena opción para que no nos juegue una mala pasada; aunque también podríamos llevar agua a nuestro molino, que bien podría ser, por otro lado, un gigante de brazos largos luchando contra un caballero de triste figura.

CAS

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