jueves, febrero 20, 2003

La Máquina Celeste

Fue a finales de los setenta cuando mi vida se pintó de azul. Desde ahí nunca ha sido de otro color y ahora, más que nunca, me vienen a la memoria los Rubio, a los Jara Saguier, a los Mendizábal, a los Ceballos, a los Lugo, a los López Salgado, a los Flores.

De chico solía jugar futbol con mi hermana pequeña. Al menor tiro salido de mis botines, ella se lanzaba como gato tras su presa y atrapaba el balón de cuero (todavía pude jugar con uno así), embuchacándolo con la maestría propia de una niña de ocho años, sabedora de que puede detener sólo los tiros suaves y que cuando se trata de un balonazo directo al cuerpo tiene que quitarse, sin importarle que vea violada su meta. Por esta razón, mi papá la llamaba Miguelita Marín. Años más tarde, la Miguelita creció y le perdió el gusto al juego. Alta traición: ahora sólo podía ensayar los tiros al ángulo superior derecho de una portería marcada por dos árboles, misma que desaparecería cuando a mi papá se le ocurrió poner una barda exactamente en medio de los árboles, a la altura más o menos del manchón penal. El juego había acabado: ya no más Miguelita Marín que detuviera los envíos infestados de malas intenciones que le mandara Adrián Camacho.

El tiempo pasó y en 17 años sólo obtuvimos tres subcampeonatos, nunca un título. Así, durante mi juventud no tuve la oportunidad de ver incrementado el número de estrellitas en la casaca azul. Por fortuna las cosas cambiaron y fue cuando la cara de ese traidor, llamado Carlos Hermosillo, tuvo la fortuna de toparse con los tacos del, en ese entonces, portero del León, Ángel David Comizzo. Corría el año del 97 y por fin pude salir a festejar a las calles un título de la Máquina; era el primer campeonato de Luis Fernando Tena con un equipo que jugaba por nota desde hacía varios torneos, como dirigido por un Dios benévolo. Mi amiga Socorro incluso llegó a decir que en su otra vida le habría gustado ser el hábil delantero argentino del azul, Julio Zamora. Para equilibrar un poco su reencarnación también había escogido a Marguerite Yourcenar.

Hoy día, la Máquina parece ser un hito en la historia del futbol mexicano, y a diferencia de la muy venida a menos selección verde, los jugadores azules empiezan a entender que no hay nada igual a la victoria. Uno puede escuchar a cualquier seleccionado mexicano decir “no es más que un juego”. Sin duda lo es, faltaría más. El problema es que ese argumento lo exime de su papel histórico frente a un pueblo. Los futbolistas deben entender que son los motivadores de las tristezas y alegrías de una extensa población. Acaso nunca les preguntaron si querían que así fuera, pero por lo pronto están ahí y deberían entender de qué se trata la cosa. Por estas y muchas otras razones, hay que decir, ahora y siempre, ¡Arriba el Azul, putos!, en honor al mejor equipo que jamás se haya parado en una cancha de futbol.

CAS

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