lunes, diciembre 16, 2002

Zapata en Morelos

Cuando al maestro Emiliano Zapata se le ocurrió organizar una revuelta armada, nunca pensó que, a la larga, su rostro se convertiría en una referencia medular de la historia de México; tampoco que aparecería en las placas de los automóviles. Esto en principio porque en su tiempo los autos eran caballos y las placas eran más bien marcas hechas con un fierro al rojo vivo. Si a don Emiliano le hubieran preguntado su opinión, estimo que bien pudo estar de acuerdo con prestar su linda cara si le otorgaban la “corta” correspondiente. Acaso lo habría podido negociar mejor y exigir que su efigie apareciera en la “s” y no en la “o”: sus subalternos ya no se reirían de su cara de “o” y evitaría los chistes relacionados con aquel otro insigne zapatista, Genovevo de la O. Como paréntesis, he de decir que a este último personaje mi familia debe agradecerle mucho, ya que tuvo la suficiente consideración con mi bisabuela y no la raptó, aunque, claro, no porque él no quisiera. Un día, cuando los verdaderos zapatistas entraron en la ciudad de México, mi bisabuela tuvo el infortunio de andar por ahí. De la O la vio y dijo: “A ver, desgraciados, tráiganme a esa güerita”. Por suerte, un alma caritativa se dio cuenta de que una jauría de bigotudos mugrosos pasaría por sus-armas-pegadas-al-cuerpo a mi bienamada bisabuela y tuvo la amabilidad de esconderla en su casa. Este acto excepcional, solidario y lleno de generosidad, evitó que yo fuera De la O en lugar de De la Sierra; aunque pienso que todavía puedo serlo, por lo menos la cara ya la tengo redonda; pero también aspiro a ser verdaderamente De la O, o mejor dicho, estar en la “o”, aunque sea en placa de patín del diablo.

Pero regresando a mi general Zapata y su emplacamiento, hay que considerar también a ese otro maestro: José María Morelos y Pavón. Don José María era sacerdote, de los buenos, de ésos que dejan hijos regados por todas partes. Uno de ellos, el gran Juan Nepomuceno Almonte, del que se desconoce a ciencia cierta su lugar de nacimiento, mas los entendidos piensan que está entre Parácuaro, Nocupétaro y Carácuaro, les advirtió a los integrantes del Congreso mexicano, en 1830, que existía la posibilidad de perder Texas si no se hacía algo. Y no se hizo nada. Cinco años después se independizó ese territorio pero matamos a todos los heroicos defensores del Álamo, entre ellos, a este muchacho David Crockett, que bien a bien era un gambusino vividor y quizás también un asesino despiadado. Es probable que pueda ubicarse en el mismo grupo de ese otro Zapata, que tiene la virtud de no aparecer en ninguna placa y obedecía al nombre de Eufemio. Pero volvamos a este muchacho de paliacate para quien la nación tenía sentimientos. Nunca se imaginó don Chema que su nombre se escribiría con bigote y sombrero, que hay que quitarse cuando se le menciona, pero no al escribirlo, el nombre que tiene un hombre, de ojos verdes, mirada penetrante y necesitaríamos regentear cuanto antes en Hollywood. Pero hay que saber que así se matan dos pájaros de un tiro, aun cuando haya habido gente que nos facilitara el trabajo hace ya algunos años, aunque pensándolo bien no importa, pues qué político sabe que vivieron en épocas distintas: cien años de diferencia, señor diputado, para ser exactos; sin embargo, hay que ubicarlos a la par, así como en las escuelas hacen que los niños se disfracen de Zapata, Villa, Obregón, Carranza y Madero, para ponerlos en un mismo banco y decir que todos lucharon-de-la-manita en contra de ese tirano malnacido llamado Porfirio Díaz. Total, ya casi está lista la máquina del tiempo. Ese quimérico encuentro sería prodigioso: todas las revistas virtuales lo documentarían. Morelos diría “Mucho gusto, mi general” y Zapata respondería, besándole la mano: “El gusto es mío, padre”. Después pasarían a la ingestión de los sagrados alimentos y se tomarían la foto en el Sanborn’s de los azulejos sentados en dos copias fieles de la silla presidencial, para hacerle la competencia a esa otra célebre foto donde Zapata está con el maestro Doroteo Arango, alias Pancho Villa, alias El Centauro del Norte. En ella, don Emiliano le había dicho a don Pancho, en un claro moustache-á-moustache: “Usted siéntese, mi general”. Por cierto, en esa imagen aparece mi bisabuelo, José de la Sierra, que a la postre se casaría con mi bisabuela (en efecto, aquella güerita que Genovevo de la O tuvo la bondad de respetar). Mi bisabuelo es en la foto de los pocos que no tiene bigote y sale su cabecita entre las sillas de mis dos generales.

Zapata en Morelos. Juro por la memoria de mis ancestros que no hablo de una tautología deshonesta; tampoco de perogrulladas impunes. El maestro Zapata está en las nuevas placas de todo auto del estado de Morelos y hace las veces de “o” en la palabra “Morelos”. Si la gente encargada de la “nueva imagen” del estado tuviera un poco más de dos dedos de frente, sabría diferenciar entre un referente patrio y una vocal; no obstante no es así. Aunque podríamos ir más allá: ¿quién fue el genio que consideró que el rostro de Zapata podría pasar por una “o”? En fin, en una época donde los gerentes manosean la vida pública, no dudemos que dentro de poco el rostro de don Emiliano pueda convertirse en una sexta vocal y se pronuncie, sin más, ¡ajúa!


CAS

No hay comentarios.: