martes, diciembre 17, 2002

Escribir con las piernas. Futbol y literatura

Durante años la presencia del deporte en la vida intelectual fue una circunstancia con normalidad condenada y una actitud ante la vida casi pecaminosa. Era, entre otras cosas, una actividad peligrosa y posiblemente mal habida. Plantearse los problemas cotidianos en términos indiscriminadamente corporales, no sólo era un atentado contra el pensamiento sino también una degradación de las aptitudes creativas y artísticas. El caso del futbol es particular dentro de esta perspectiva. En una ocasión le preguntaron a Jorge Luis Borges su opinión acerca del Mundial de Argentina en 1978. El escritor argentino se indignó y dijo que cómo era posible que un intelectual se interesara por el futbol. En otras palabras, odiaba los deportes, pues eran “una frivolidad peligrosa que degeneraba en nacionalismos”. No estaba tan equivocado. Por ejemplo, leemos en Ryszard Kapuscinsky, en su reveladora crónica “La guerra del Futbol”, cómo un encuentro entre las selecciones nacionales de El Salvador y Honduras, eliminatorio para el Mundial de México 70, fue la gota que derramó el vaso para que se iniciara un conflicto bélico entre ambos países, pues hacía tiempo que había enemistad por problemas migratorios.

Tampoco se podría dejar pasar el famoso miedo de George Orwell en su artículo “The sporting spirit”, publicado en Tribune en 1945. Orwell se mostraba realmente preocupado por la visita a Inglaterra del equipo soviético The Moscow Dynamos, ya que todos sus encuentros disputados frente a equipos ingleses habían degenerado en actos violentos, tanto en la cancha como en la tribuna. El inglés consideraba el desarrollo del futbol paralelo a la evolución de los nacionalismos, dicho de otra manera, se trataba de una guerra, pero sin balas.

El deporte de las patadas es una institución respetada y seguida por muchos, aunque –asimismo– justificadamente condenada por otros. Es, en palabras sencillas, un deporte de pasión, de efervescencias que pueden desembocar algunas veces en tragedias y otras, las menos, en letras reflexivas y creativas.

En los últimos tiempos, los intelectuales y escritores han salido del clóset y defendido abiertamente el balompié como una expresión extática y cautivadora que conjuga manifestaciones particulares de una cultura; también, como una forma irreverente de ir en contra de los cánones tradicionales de las expresiones culturales ortodoxas, sobrias. Digamos que se trata de la apología de una obviedad catártica. Sin embargo, en sentido estricto, no es cosa nueva.

En la literatura la presencia del futbol ha sido una constante singular desde hace más o menos quinientos años. Dejando de lado las referencias a las actividades ancestrales cuyas dinámicas giraban alrededor de un esférico, como el juego de pelota en la América prehispánica, los antecedentes británicos del rugby en Europa o el extraño juego Ts´uh Kuh chino, todas ellas manifestaciones conocidas sobre todo debido a sus representaciones plásticas, las alusiones literarias al balompié podrían tener su punto de partida en un poema que data de los tiempos de la dinastía Han en China, atribuido a Lo Yu (50-136 d.C.): "Redonda es la pelota, cuadrado es el terreno, y reflejan la imagen del cielo y la tierra. La pelota está encima de nosotros, como la Luna. Mientras los equipos se alinean para enfrentarse, se nombran los capitanes y se yerguen en su terreno siguiendo reglas inmutables. No hay ventajas para los parientes, ni lugar para la parcialidad, sólo resolución y aplomo, sin errores ni omisiones. Si esto es lo que se necesita para el juego de pelota, ¿qué tanto más será necesario para la lucha por la vida?" Ya desde esa época, los chinos tenían un compendio avanzado para definir las reglas del juego. Por supuesto, un manual que estrictamente se entendería, de igual forma, como literatura.

La referencias occidentales al juego son, en primera instancia, un poco más agrestes y no menos prosaicas. En Inglaterra se juega desde el siglo XII, época en que la gente solía inflar una vejiga de vaca, a veces forrarla con cuero, y organizar encuentros epopéyicos de futbol entre dos pueblos; los resultados eran verdaderamente de vida o muerte. Fueron tantas las experiencias fatídicas que el monarca Eduardo III pretendió, a través de sus alguaciles, encauzar el juego hacia actividades menos violentas, como el tiro con arco. Es de suponer que esta estrategia fue fallida: ahora no se mataban a patadas sino a flechazos. Hay noticias, por ejemplo, de que un juego entre talabarteros y sastres en 1576 terminó en varios homicidios. Escena, por lo demás, ampliamente ovacionada por el respetable, por el público.

De cualquier forma, cada vez iba delineándose con mayor cuidado la esencia del juego y, naturalmente, la manera de extenderlo y hacerlo del conocimiento de todos era a través de las palabras. En 1410, circuló en Italia un poema con un verso referente a un “giuco descalcio”. Calcio, literalmente “patada”, es la palabra que se utiliza hoy día en Italia para referirse al futbol. En el poema da la impresión de que dicho juego era conocidos por todos. Este deporte adquirió importancia en Florencia, de ahí su nombre, Calcio Fiorentino, aunque después se expandiera al resto de la bota itálica.

Más adelante, en 1555 también en Italia, apareció un libro en el que se mencionaban “los juegos de pelota”: el Trattato del giuoco della palla de Antonio Scaiano, famoso humanista de la época. Según Scaiano, el calcio se remontaba a la época gloriosa del imperio romano y tenía su origen en el llamado Ts´u Kuh de China, juego practicado dos mil años atrás. Ts´u significa patear y kuh, pelota.
No obstante, es hasta 1846 cuando se publica en Rugby, Inglaterra, el primer reglamento de futbol. De acuerdo con esas reglas, un equipo podría estar conformado desde 15 hasta sesenta jugadores. En 1857 se funda el primer club de futbol del mundo: el Sheffield Football Club y el primer partido internacional se celebra entre las selecciones de Inglaterra y Escocia, con un resultado revelador: cero a cero. En palabras del francés Michel Platini, el marcador ideal para un partido perfecto. La palabra “soccer”, de tanta prosapia y comúnmente condenada por los que no saben qué significa, se deriva del término “association”, y fue utilizada precisamente para definir al futbol de la Asociación.
En la literatura, las alusiones al deporte son infinitas y, difícilmente, serán todas advertidas con exactitud. Empero, hay casos notables, sobre todo por la jerarquía de los escritores que se manifestaron al respecto. Así como en la pintura podríamos pensar en los cuadros de Henri Rousseau, Robert Delauney, Nicolas de Staël o, incluso, de Andy Warhol, en las letras el recorrido podría iniciarse en la época isabelina, tiempo en el que, dicen los avezados, empieza también el canon occidental. Shakespeare, claro.
Hay dos líneas en toda la obra de William Shakespeare en las que se menciona abiertamente la palabra “football”. Primero, en la escena inicial del segundo acto de La comedia de los errores. Dromio of Ephesus se dirige a Adriana antes de su salida de escena: “That like a football you do spurn me thus?”. También en la cuarta escena del primer acto del El rey Lear, cuando Osvaldo le sostiene la mirada a Lear y es zancadillado por Kent: “Nor tripped neither, you base football player”. Al parecer, para el bardo de Stratford-upon-Avon ser un jugador de balompié era una profesión un tanto vulgar.

Asimismo, hay un apartado en El diablo blanco de John Webster, dramaturgo inglés casi contemporáneo de Shakespeare, en el que sorprendentemente la idea de futbol empieza a concretizarse cada vez con mayor sustancia. En uno de los momentos culminantes de la obra, leemos: “Como al rebelde irlandés, no te daré por muerto hasta que no juegue futbol con tu cabeza”. En realidad, como se verá, los balones de antaño eran un poco más duros que en la actualidad. De hecho es hasta el Mundial de 1938 cuando los jugadores pudieron cabecear el balón sin el temor a salir con el parietal fracturado.

No se podría, por otro lado, pasar por alto las referencias victorianas al insigne juego. Cyril, muchacho afeminado de The portrait of Mr. M. H de Oscar Wilde, amaba la poesía y el teatro, pero ponía fuertes objeciones al futbol. De hecho, Wilde siempre comentó que el football era un deporte muy apropiado para niñas rudas pero no para jóvenes delicados.

Otro apartado notable es el de los escritores que han incursionado en el deporte, aunque fuera únicamente como amateurs y, claro, con más pena que gloria. De ahí que sea casi un lugar común comentar que Albert Camus, allá por la década del treinta, jugaba de portero porque era la posición en la que menos se gastaban los zapatos. Cuando era guardameta, Camus aprendió que la pelota, como la vida, nunca viene hacia uno por donde se espera que venga. Otro más que probó suerte en la desdichada posición de defender los tres postes fue Vladimir Nabokov, primero en San Petesburgo y luego en Cambridge. Nabokov no perdió la oportunidad de escribir en Habla, memoria que siempre jugó de portero, porque es el jugador perseguido por niños en éxtasis y en una tabla heroica de valores es un personaje que está a la misma altura que un torero o un as de la aviación. También dijo que durante su experiencia futbolística en Inglaterra, no pasó de ser un “fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés”.
El caso es que ser portero, más que tratarse de una posición estratégica de la que dependa la victoria o la derrota, es una profunda actitud ante la vida, ingrata si se quiere, pero metódica y vehemente, irrespetuosa de ambigüedades e imprecisiones. El portero es el héroe o el villano. Basta sólo con echarle un ojo al título de la novela del escritor austriaco Peter Handke, El miedo del portero ante el penalty, para darse cuenta de que hay pocas cosas peores que ser un portero, sobre todo un portero retirado, como el protagonista de Handke.

A propósito del mundial de Francia en 1998, la editorial Stock, publicó la compilación Football & Littérature. Une antologie de plumes et de crampons, antología de textos de intelectuales sobre futbol, realizada por Patrice Delbourg y Benoit Heimermann. El libro reúne algunos artículos famosos, y otros no tanto, de escritores que han reflexionado sobre el futbol. Están Camus y Nabokov; también el célebre ensayo de Anthony Burgess, “Futbol que mata”, escrito después de conocer tragedias como las del estadio Heysel en Bruselas. De la misma manera, se incluye la curiosa entrevista que Marguerite Duras le hizo a Michel Platini, así como testimonios y comentarios de Passolini, Montherlant, Céline y Hornby. En fin, es un texto más sobre futbol y literatura pero no por ello menos intrigante, aunque excluya –como toda antología memorable-– comentarios de otros escritores. Samuel Becket, por poner un caso caprichoso, era un asiduo lector de las secciones deportivas de los periódicos, particularmente de lo relativo al balompié. O Miguel Hernández, quien escribió un poema dedicado a un portero de su pueblo.

En América Latina, la lista de escritores que han incursionado en la ahora llamada literatura de futbol es interminable y sería imposible mencionarla en su totalidad. Como escribió acertadamente Eduardo Galeano, casi todos los escritores latinoamericanos somos futbolistas frustrados. En Uruguay, es sabida la afición de Mario Benedetti al deporte; su cuento “Puntero izquierdo” es casi un ícono de la sociología latinoamericana contemporánea. Además, Benedetti es un incondicional de Diego Armando Maradona, como lo demuestra aquel artículo publicado en El País, “Maradona sí, Havelange no”. El mismo Galeano publicó, en su momento, El Futbol a sol y sombra, con viñetas y retratos de la historia del futbol. En Chile, una de las mejores novelas del divo Antonio Skarmeta es Soñé que la nieve ardía, en la que el protagonista es un muchacho que llega Santiago dispuesto a triunfar en el futbol; Poli Delano, por su lado, realizó la antología Hinchas y goles. De Perú lo hicieron Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro; en Paraguay, Augusto Roa Bastos. El argentino Manuel Puig escribió una formidable novela ubicada en el Brasil campesino: Sangre de amor correspondido, en la que el futbol es omnipresente en todas sus letras; Bioy Casares hizo alusión a los hinchas futboleros en Diario de la guerra del cerdo y Carlos Drummond de Andrade escribió un poema titulado “Copa del Mundo México 70”. También apelaron al futbol Enrique Pichón-Rivière y Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa y Juan García Hortelano; en España, Bernardo Atxaga, Javier Marías y Rosa Regàs.

En México, la presencia del futbol en la literatura es prácticamente una moda y, como cualquier moda, no es buena ni mala, simplemente funciona con sus peculiaridades. Aunque hay que decir que el mercado empieza a saturarse. Hay de todo: escritores como Juan Villoro en sus crónicas Los once de la tribu y Guillermo Samperio en Lenin en el futbol; poetas como Efraín Huerta, Antonio Deltoro, Luis Miguel Aguilar y Sergio Valero han escrito eufóricamente, con pasión a todas luces futbolera, sobre las canchas y sus menesteres, aullidos de impiedad y lágrimas que mojan la casaca del equipo amado. También hay quienes lo odian. Ricardo Garibay era uno de ellos, y se entiende: un ex boxeador debe de interpretar todos los demás deportes como poca cosa. A la lista se suman Pedro Ángel Palou, Juan José Reyes, Roberto Pliego, Ignacio Trejo Fuentes, Héctor Anaya y Rafael Pérez Gay, entre otros.

En la actualidad, hay una nueva categoría de gente que escribe sobre futbol: el futbolista-escritor. El caso obvio y manifiesto es el del argentino-español Jorge Valdano, ex jugador del Real Madrid y de la selección argentina. Valdano ha roto los mitos de la concepción tradicional sobre el deporte de las patadas y ha incursionado con éxito en la literatura (sus antologías de Cuentos de futbol y su libro de notas Los cuadernos de Valdano); también ha sido motivador de libros (Martín Carmelo, Valdano. Sueños de futbol); y es autor de artículos irreverentes y contestarios (“Las ocurrencias de Havechange”). Discípulo confeso de otro innovador del futbol, César Luis Menotti, Valdano ha sido un inexpugnable valuarte de las tácticas ofensivas y, sobre todo, un defensor absoluto de jugar al futbol por el simple hecho de jugarlo. El juego por el juego.

El deporte, escribió el filósofo venezolano Juan Nuño en La veneración de las astucias, es “una inagotable sed de mitos” que tiende a continuar y prolongarse por otros medios. La literatura es uno de esos canales adicionales, y se conforma a sí misma como un mito más. Me abstengo de afirmar con contundencia que el futbol sea uno más de los reducidos temas alrededor de los cuales gira la literatura; sin embargo, es evidente que funciona como un indudable motif de algunas tradiciones literarias. Sólo sabemos que nos hace gritar eufóricamente esos sonidos ensordecedores, pasión de una camiseta enfangada y sudada; esos orgasmos colectivos en esa maraña inefable de locura y desbordamiento. En otras palabras, esos gritos demenciales llamados goles.

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